jueves, 17 de diciembre de 2009

Una reflexión acerca de la vida y de la muerte (12/2009)

Como lo menciono en un post anterior, transcribo la versión más reciente de mi "Filósofos ante la muerte...". Tiene ligeros cambios y algunos añadidos.


FILÓSOFOS ANTE LA MUERTE
Una reflexión acerca de la vida y de la muerte.

Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar, que es el morir:

Jorge Manrique


El hecho de la muerte nos coloca ante una situación límite, es indudablemente, el acontecimiento más importante de nuestra vida. Y, aun cuando ha escrito la Rochefoucauld que “ni el sol ni la muerte pueden mirarse con fijeza”
[1] , esto no es tan cierto. No es imposible mirar de frente la muerte, compañera inseparable de la vida. Es más, tal vez sea necesario hacerlo, para comprenderla, desentrañar las tinieblas que suelen envolverla. No importa que Spinoza nos haya dicho: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”[2]. La reflexión sobre la vida nos conduce, ineludiblemente, a reflexionar sobre la muerte. Cuando nos formulamos la interrogante ¿qué es la muerte? Nos planteamos un problema que, con seguridad, se ha generado a partir de la pregunta ¿qué es la vida?.

De hecho, ha sido este uno de los problemas que más ha preocupado al espíritu humano. A través de su historia, el hombre no ha podido soslayar el tema de la muerte, aunque a veces, por razones comprensibles, hubiera deseado intentarlo; sin embargo, no ha podido evitar el enfrentarla, pues la muerte nos está permanentemente recordando su presencia. En consecuencia, es explicable que éste se haya convertido en un tema frecuentemente presente en las preocupaciones del hombre común, de la ciencia y sobre todo de la filosofía.

Sobre esta último, conviene recordar lo que escribió Schopenhauer: “La muerte es el genio inspirado, la musa de la filosofía... sin ella difícilmente se hubiera filosofado”
[3] . Hay motivos para suponer, en consecuencia, que ligado como está al problema de la vida, es un de los más dignos problemas que pueden ocupar nuestras meditaciones.
De allí que los filósofos la han elogiado como tema frecuente de sus creaciones. Platón dijo que la filosofía es una constante meditación sobre la muerte y Cicerón definió a la filosofía como “Meditatio mortis”.

La biología moderna ha confirmado el hecho de que la muerte está ya anticipada en nuestra información genética. Ante semejante evidencia, resulta curioso constatar que siempre se ha considerado a la muerte como algo ajeno a esa vida de la que se ocupa la biología. Ahora sabemos que esto es un error, pues los genes que participan en la muerte celular aparecieron desde muy temprano y se conservan hasta hoy en día. Lo cual quiere decir que estamos programados para morir.
[4]

La muerte es, pues, un hecho que debe interesarnos. Por supuesto, no bajo la forma de un interés morboso o de una obsesión patológica, sino como un objeto de reflexión. Sin embargo, el tema de la muerte es objeto de un deliberado ocultamiento, sobre todo en nuestra cultura occidental. Es más, a veces se ha considerado hasta de mal gusto tratar el tema. Por este motivo, cuando ella llega, no estamos listos para enfrentarla. La mayoría de las personas no estamos preparadas para enfrentar nuestro destino, para aceptar la inminencia de nuestra propia muerte o, inclusive, la ajena. Es más, el hombre común busca eludir su sola mención como una forma de negarla; en ocasiones, hasta llega a experimentar con relación a ella un estado de terror muy cercano a lo patológico
[5] Incluso la palabra “muerte” es deliberadamente evitada y, para evitar que hiera a los oídos, se le reemplaza con eufemismos. No se dice de alguien que “ha muerto”, sino que “ha pasado a mejor vida”, “ha cesado de existir”, “nos ha dejado”, etc. “Ya el pensar en la muerte pasa públicamente por cobarde temor”, nos va a decir el filósofo Martín Heidegger.[6] Tan poderoso es este sentimiento de horror que Wilhelm Steckel escribió que todo temor es, en último término, un temor a la muerte.[7] “A los más e los nuestros les asusta la muerte y se santiguan como si oyesen mencionar al diablo” escribió don Miguel de Montaigne en un ensayo acertadamente titulado: De cómo filosofar es aprender a morir.”[8] Y agregó: “El fin de nuestra carrera es la muerte, término necesario de nuestras miras. Y si nos aterra, ¿cómo adelantar un paso sin sentirnos febriles? El remedio del vulgo es no pensar en ella, mas ¿qué brutal estupidez puede producir tal ceguera”[9].

Sin embargo, los esfuerzos por ignorar a la muerte o negarla no conducen, precisamente, a un resultado positivo. Un tanatólogo experimentado, el Doctor John Hinton, nos dice al respecto lo siguiente: “Los esfuerzos por negar la muerte y la mortalidad no son totalmente eficaces, y, cuando fracasan, pueden incluso aumentar el sufrimiento”
[10]. Coincidentemente, la doctora Elizabeth Kübler Ross, que ha acumulado una valiosa experiencia en el campo de la tanatología añadirá: “Esta tendencia a rehuir el enfrentamiento con la muerte acarrea un mal indudable. Los pacientes mortalmente enfermos sufren más cuando quienes los rodean no están dispuestos a participar de los problemas personales del muriente”[11].

Pero ¿por qué no se afronta la muerte con tranquilidad? Hay muchas razones. Sin embargo, nosotros pensamos que, cualesquiera sean estas, es posible superar nuestra inexplicable intranquilidad y temor apoyándonos en la filosofía. No sin razón señaló Pascal para quien el hombre encierra grandeza y miseria al mismo tiempo: “El pensamiento hace la grandeza del hombre”
[12]. Por eso, aun cuando el hombre es una caña, la más débil de la naturaleza, es una caña que piensa. Y es, precisamente, a los que han hecho de la tarea de pensar, de reflexionar, a quienes vamos a acudir en búsqueda de una respuesta a nuestras inquietudes.

Empezaremos por Martín Heidegger, conocido filósofo existencialista alemán. Para el maestro de Friburgo, el tema de la muerte, la preocupación frente a la muerte, no parece haber pasado de moda. Interesado como está en desarrollar una ontología, como es natural, no puede enfrentar el problema del ser sin evitar enfrentar, al mismo tiempo, el tema del acabamiento.

Afirma nuestro filósofo que es necesario partir del reconocimiento de que el ser del hombre es, fundamentalmente, el ser – en – el – mundo. El hombre, que es el único ser capaz de interrogarse sobre sí mismo, constata que la existencia humana es un ser ahí (Das Dasein), un hallarse arrojado al mundo. Pero toda existencia es temporalidad y esta temporalidad engendra una angustia. El hombre se angustia frente a la Nada, y en su búsqueda de una razón encuentra el secreto de su más honda condición: la de ser para la muerte (Sein - zum – Tode) “El ser relativamente a la muerte es en esencia angustia”
[13] Es desgarrador constatar que nos encontramos en medio de la muerte, en la muerte.

La muerte es la posibilidad más peculiar, irreferente e irrebasable; posibilidad que no se le depara al hombre en un momento tardío y ocasional, sino que desde el momento en que él existe es también ya yecto en esta posibilidad. En este sentido, podemos decir que, desde que nace, el hombre es ya suficientemente viejo como para morir.
[14]

En esto, Heidegger coincide con el filósofo Epicuro de la antigua Grecia (341 – 270 a. C.), quien decía al respecto: “Frente a las demás cosas es posible procurarse seguridad, pero frente a la muerte todos los hombres habitamos una ciudad sin murallas”.
[15]

La muerte es, además, nos sigue diciendo Heidegger, algo extremadamente singular y personal.
[16] Soy yo el que muere. “Nadie puede tomarle a otro su morir”[17] Es imposible conocer la esencia de la muerte a partir de la muerte de los demás. Por lo tanto, debemos pensar que la muerte es más que una cesación de vida, es un modo de vida.

Esto es lo que el hombre común no quiere ver y por eso inventa mil y una maneras de enfrentarlo. En las habladurías cotidianas él dirá de sí mismo: al fin y al cabo también uno morirá, pero por lo pronto no le toca a uno. Ya hemos mencionado, líneas arriba, que inclusive pensar en la muerte pasará públicamente por cobarde temor. Se llega, entonces, a una existencia inauténtica, puesto que aquella aparente impavidez, no es de buena fe, pues se disimula con ella mucho pavor.

Pero, entonces, ¿qué debemos hacer?

Según Heidegger, lo aconsejable es revelar nuestra angustia y tratar de dominarla. El hecho de que aprendamos a reconocer la muerte como constitutiva a nuestro ser, sin huir de ella, nos permitirá tomar conciencia de nosotros mismos. Como el sabio que conoce y acepta la angustia, pero al mismo tiempo conoce la profundidad del ser y no una faz engañosa. Disfrutaremos, así, de una existencia auténtica, o sea, de una existencia que se haya vuelto a captar, a reconquistar.
[18]

Hay, pues, que comprenderse muriendo. Tal es la conclusión que surge del análisis mismo de la condición humana, nos dirá Heidegger.
[19]
En lo concerniente al problema de si existe o no la vida después de la muerte, el profesor alemán considerará que carece de sentido. No cabe ni si siquiera preguntar por lo que será después de la muerte, ya que el análisis sólo puede mantenerse dentro de los límites del más acá. En consecuencia, no niega, pero tampoco afirma.

Quién sí se pronuncia decididamente contra la hipótesis de la inmortalidad es el filósofo Ludwig Feuerbach. Éste se ubica decididamente al lado de la interpretación naturalista y rechaza tajantemente la creencia de la inmortalidad, que en su opinión únicamente es la expresión del deseo que siente el hombre de vivir aún después de la muerte.

Pero, esta negación de la inmortalidad, ¿hará feliz al hombre? No, responde nuestro filósofo. Dejemos que el nos explique las razones:

El deseo de la inmortalidad es contrario a la naturaleza humana, por lo cual la sola imaginación, abstrayendo de la realidad, puede llegar a borrar los límites necesarios de nuestra individualidad. Estamos ligados a las condiciones de tiempo y de espacio, como a las leyes de la gravitación. Quién pretenda sobrepasar esos límites razona absurdamente, pues aun admitiendo la hipótesis de que los deseos de la imaginación pudiesen ser realizados, estaremos, indudablemente en contradicción con nuestro deseo principal de ser felices, puesto que lo que es contradictorio a nuestra naturaleza no podría convenirnos.
[20]

Nuestro autor agregará que, por otra parte, si se le concediese al hombre el poder realizar este deseo, muy pronto se cansaría de vivir eternamente y experimentaría deseos de morir. En este punto, aunque por otras razones, coincide con Schopenhauer:

Si se le concediese al hombre una vida eterna, la rigidez inmutable de su carácter y los estrechos límites de su inteligencia le parecerían a la larga tan monótonos y le inspirarían un disgusto tan grande, que para verse libre de ellos concluiría por preferir la nada.
[21]

Feuerbach afirma que la creencia en la inmortalidad suele verse robustecida frente a la constatación de una muerte prematura, con toda la carga de dolor y frustración que conlleva, pero, aun así: “Esas anomalías, aunque no raras, no nos dan derecho de creer en la realidad de nuestros delirios, de suponer la existencia de un segundo mundo de los espíritus más anormal que éste”.
[22]

Por su parte, Epicuro, a quien ya hemos mencionado, nos aconseja: Eliminemos el temor a la muerte. Y, junto con él, el temor al dolor, el temor a la enfermedad, el temor a los dioses. Es éste el cuádruplo remedio, el tetra fármakon, que nos cura de la angustia y nos produce la ataraxia, la paz y la quietud del espíritu, la tranquilidad del sabio.

Como dice el autor, tal vez la salida sea aceptar que:

La superioridad de la razón es comprender, no sólo la necesidad de la muerte, sino también su utilidad, y aprobar la ley que nos condena acabar. Por ahí el hombre se eleva por encima de los animales, que temen a la muerte sin conocerla, y cesa de temerla porque la conoce.
[23]

Como es natural, surge ahora la pregunta: ¿entonces, como ha de valorar el hombre la vida desde esta perspectiva de negación de la inmortalidad?

El resultado de nuestra crítica ha de ser, señala Feuerbach, que en lugar de una vida eterna en el cielo, pongámosle porvenir histórico de la humanidad. Con el dogma de la vida futura, se apaga en el corazón todo interés por la vida real. Por lo tanto, hay que afirmar nuestra vida terrenal. En este sentido, la negación se convierte en afirmación.
[24]

Si embargo, esta existencia terrenal, la única a la que podemos racionalmente aspirar, no deja por ello de ser pasajera y limitada. En esas condiciones, ¿la vida sigue teniendo valor? La respuesta de Feuerbach es la siguiente:

Las notas musicales, aunque suenan en el tiempo, están sin embargo, por su significación, fuera del tiempo y por encima de él. La sonata, compuesta de ellas, es también de breve duración, no se toca eternamente; pero ¿no es ella nada más que larga o corta? ¿Qué dirías, te pregunto, de quien durante la audición de la sonata, no escuchara sus notas, sino contase los minutos de su duración, tomando ésta como base de su juicio, y cuando todo el auditorio intentase expresar su admiración con palabras precisas, él no encontrase para caracterizarlo, sino esta frase: ha durado un cuarto de hora? Indudablemente la palabra loco te parecería demasiado suave para aplicarle a semejante hombre.
[25]

La vida ha de valorarse, pues, no por su duración, sino por su contenido. Coincidentemente. Epicuro escribe al respecto: “Y del mismo modo que [el sabio, anot. nos., C.A.] del alimento no elige cada vez el más abundante sino el más agradable, así también el tiempo, no del más duradero sino el más agradable disfruta.”
[26]

Hemos mencionado a Epicuro y ahora vamos a ocuparnos de él. Se ha dicho que el objeto supremo de la doctrina de Epicuro es liberar al hombre del temor a la muerte.
[27] Efectivamente al respecto escribió:

Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros, porque todo bien y todo mal residen en la sensación y la muerte es privación de los sentidos. Por lo cual el recto conocimiento de que la muerte nada es para nosotros hace dichosa la mortalidad de la vida, no por que añada una temporalidad infinita sino porque elimina el ansia de inmortalidad. Nada temible hay, en efecto, en el vivir para quien ha comprendido realmente que nada temible hay en el no vivir.
[28]

Así, el temor a la muerte se sustenta en un terror pueril, pues suponemos que queda algo de nosotros después de ella, y ese algo es lo que nos inquieta y excita nuestra imaginación. Es una especie de terror supersticioso que soslaya el hecho indiscutible de que, siendo la muerte privación de los sentidos, nada podemos ya sentir una vez que ha sobrevenido. Y agrega nuestro filósofo: “Así, pues, el más terrible de los males, la muerte, nada es para nosotros; porque cuando nosotros somos, la muerte no está presente y, cuando la muerte esté presente, entonces ya no somos nosotros”.
[29]

Eliminemos, por consiguiente, el temor a la muerte. Y, junto con él, nos dirá Epicuro, el temor a la enfermedad, el temor al dolor y el temor a los dioses. Es éste el cuádruple remedio, al cual ya hemos hecho referencia, que nos cura de la angustia y nos produce la ataraxia, la paz y la quietud del espíritu, la tranquilidad del sabio.

Tal es el consejo de nuestro filósofo. Y es con esta recomendación que habremos de llegar al final de nuestra exposición. Sacamos como conclusión que el hombre no tiene más alternativa que enfrentar con entereza su destino final:

La superioridad de la razón es comprender, no sólo la necesidad de la muerte, sino también su utilidad y aprobar la ley que nos condena a acabar. Por ahí el hombre se eleva por encima de los animales, que temen la muerte sin conocerla, y cesa de temerla porque la conoce.
[30]

Y, de esta manera, aceptaremos con Marco Aurelio que: “Es preciso partir de la vida con resignación, como cae la aceituna madura, bendiciendo a la tierra, su nodriza, y dando gracias al árbol que la ha producido”.
[31]

Entonces, aun cuando el hombre, de todos los seres vivientes, es el único que sabe con certeza que ha de morir, tal vez, sea parte de su grandeza aceptar su destino con honor.


Bibliografía

BOURDEAU, Luis. El problema de la muerte. Madrid, Librería de Fernando Fe. 1902.

CEREJEIDO, Marcelino y BLANCK – CEREJEIDO, Fanny. La muerte y sus ventajas. México, FCE. 1999.

FEUERBACH, Ludwig. Esencia de la religión. Rosario, Editorial Rosario 1948.

GARCÍA GUAL, Carlos y ACOSTA, Eduardo. La génesis de una moral utilitaria. Epicuro. Ética. Texto bilingüe. Barcelona, Barral Editores. 1974.

GUYAU, J. M. La moral de Epicuro. Buenos Aires, Americalee. 1943.

HEIDEGGER, Martín. El ser y el tiempo. México. 1983.

HINTON, Jhon. Experiencias sobre el morir. Barcelona. Editorial Ariel. 1974.
KÜBLER – ROSS, Elizabeth. Conferencias. Morir es de vital importancia. Barcelona, Luciérnaga. 1996.

MONTAIGNE, Miguel de. Ensayos. Buenos Aires, Hyspamérica. 3 t. 1984.

PASCAL, Blas. Pensamientos. Madrid, Aguilar. 2 t. 1973.

SCHOPENHAUER, Arturo. El amor, las mujeres y la muerte.

SPINOZA, Benedicto. Ética. Madrid, editora Nacional. 1980.

Notas

[1] Apud. Luis Bourdeau, El problema de la muerte, p. I
[2] Benedicto Spinoza. Ética. Prop. LXVII, parte 4ta.
[3] Arturo Schopenhauer. El amor, las mujeres y la muerte. p.78
[4] C. f. Marcelino Cerejeido y Fanny Blanck Cerejeido. La muerte y sus ventajas.
[5] Situación que es brillantemente explotada por quienes han creado la lucrativa industria cinematográfica del terror.
[6] Martín Heidegger. Ser y Tiempo. p. 277
[7] Apud. John Hinton. Experiencias sobre el morir, p. 40
[8] Miguel de Montaigne. Ensayos, I, p. 50.
[9] Loc. Cit.
[10] John Hinton. Op. cit, p. 20
[11] Elizabeth Kübler Ross. Conferencias. Morir es de vital importancia, p.21.
[12] Blas Pascal. Pensamientos. I, p.126.
[13] Martín Heidegger. Op. cit, p. 290.
[14] Ibíd.
[15] Epicuro, “Fragmentos y testimonios escogidos”, en Carlos García Gual y Eduardo Acosta Méndez. Epicuro – Ética. Texto bilingüe, p. 147
[16] Comparar con lo dicho por Pascal: “[...] se morirá uno solo” (Pascal. Pensamientos. I, p. 162)
[17] Op, cit., p 262
[18] Algo similar nos dice Montaigne: “Meditar en la muerte por adelantado es meditar por adelantado en la libertas, y quien aprende a morir ha desaprendido a servir. No hay mal alguno en la vida para quien entiende que la privación de la vida no es un mal. El saber morir nos libera de toda sujeción y restricción” (Op, cit, p. 53)
[19] Volvemos a citar al autor de los Ensayos: “Por lo tanto recibamos y combatamos a la muerte a pie firme y por comenzar quitándole su mayor ventaja contra nosotros tomemos camino opuesto al común; privemos a la muerte de su rareza, practiquémosla en todos los instantes y con todas las cataduras, sea el resbalón de un caballo, una teja desprendida o una picadura de alfiler, y digamos: ‘No importa que ello sea la muerte misma’. Fortalezcamos, pues, y esforcémonos. Entre las fiestas y alegrías, recordemos esa nuestra condición y no nos dejemos llevar tanto por el placer que cesemos de pensar que, en muchas suertes, esa nuestra alegría desemboca en la muerte que de cerca la amenaza. Los egipcios, obrando así, en medio de sus festines y en sus mejores banquetes, hacían sacar la calavera de un hombre, como advertencia a los convidados.” (Ibíd., p.53)
[20] Ludwig Feuerbach. Esencia de la Religión, pp. 147 – 148.
[21] Schopenhauer, Op., cit., p.79
[22] Ludwig Feuerbach, Op., cit., p. 148.
[23] Bourdeau, Op., cit., p. 356.
[24] Ibíd. , pp. 149 – 150.
[25] Ibíd. , p. 151
[26] Epicuro “Carta a Meneceo”, en Carlos García Gual y Eduardo Acosta Méndez., Op. Cit., p. 93.
[27] Cf. Guyau. Op. cit., p. 123.
[28] Epicuro. Op., cit., p 91.
[29] Ibíd., p. 93.
[30] Luis Bourdeau., Op., cit., p.356.
[31] Ibíd., p. 357.

Darwin y la religión(5/06/2009): A propósito del Simposio La polémica del evolucionismo: Lenguaje, religión e ideología

El pasado 5 de junio defendí la ponencia que titula este post. Fue en el marco de la actividad seminal de la Asociación Peruana de Historia de la Ciencia (organizada junto a la Dirección del Instituto Humanísticas, UNMSM), en ese momento denominada Sociedad. Someto a su crítica una versión corregida de lo en ese momento sostenido (este paper aparecerá en el próximo número de la revista académica Letras -cuyo Director tuvo la inteligente idea de publicar en el mismo las intervenciones de mis colegas Raymundo Casas y Javier Aldama):


DARWIN Y LA RELIGIÓN

1. A MANERA DE INTRODUCCIÓN.
Desde que hiciera su aparición El origen de las especies y empezara a difundirse la teoría darwinista de la evolución, ésta suscitó las más encendidas polémicas. Desde diversos sectores, partieron en mayor o en menor grado ataques muy duros, algunos de los cuales no carecían de un sólido fundamento. Pero los golpes más violentos llegaron desde el terreno de la religión, que se sintió particularmente afectada. Aún hoy, cuando celebramos el bicentenario del nacimiento de Darwin, las aguas no parecen haberse aquietado alrededor suyo. Todavía algunos influyentes sectores fundamentalistas, sigue considerándola, aun en su versión actual, la teoría sintética de la evolución, como un peligro para la fe religiosa. Los ataques se producen bajo la forma de un amplio abanico de modalidades: desde un rechazo rotundo en defensa de los textos bíblicos hasta una descalificación supuestamente científica que, aparentando situarse en una perspectiva no religiosa, cuestiona los fundamentos de la teoría y propone la doctrina del llamado diseño inteligente.
A pesar de todo, debemos reconocer que, actualmente, a 150 años de la publicación de El origen, la situación ha variado. Ya no existe la unanimidad en la condena. Hasta ha habido quien, como Teilhard de Chardin, sacerdote católico, intentó construir con ayuda del darwinismo una metafísica cristiana, aunque haciéndose merecedor de la condena de la jerarquía eclesiástica de su tiempo. Incluso el papa Juan Pablo II declaró en su momento: "Hoy en día, (...) nuevos conocimientos llevan a reconocer en la teoría de la evolución más que una hipótesis"
[1], lo que supone un cambio importante y representa un giro espectacular con respecto a las posiciones expresadas en las encíclicas Providentissimus Deus (1893)[2], de León XIII, y Humani Generis (1950), de Pío XII. Recordemos que, en esta última, se anatematizaba la doctrina de la evolución:
Algunos admiten de hecho, sin discreción y sin prudencia, el sistema evolucionista, aunque ni en el mismo campo de las ciencias naturales ha sido probado como indiscutible, y pretenden que hay que extenderlo al origen de todas las cosas, y con temeridad sostienen la hipótesis monista y panteísta de un mundo sujeto a perpetua evolución. Hipótesis, de que se valen bien los comunistas para defender y propagar su materialismo dialéctico y arrancar de las almas toda idea de Dios.”
[3]
Esta actitud de la iglesia católica no era novedad, si consideramos su larga historia de oposición a la ciencia, puesta de manifiesto en los países en los cuales ejerció una fuerte influencia. Baste recordar que en España, país católico por excelencia, durante los primeros años del siglo XIX se propició la exclusión de la ciencia en los medios universitarios. A tono con esta política, el rey Fernando VII destituyó al profesorado científico de la Universidad de Salamanca y excluyó de la cátedra universitaria en todo el reino a los profesores que sostenían en física las tesis de Newton, por considerarlas heréticas.[4]
¿Cómo recibió la sociedad de su época la obra de Darwin? En la Inglaterra victoriana de la época de Darwin, se acostumbraba responder a las preguntas sobre el ser del hombre y su lugar en el cosmos desde la perspectiva del creacionismo. En la panorámica cristiana el hombre es creación divina y se encuentra en un lugar privilegiado del universo, como no podía ser de otra manera. Él es el centro del cosmos, en el que se reúnen todos los grados del ser. Desde esta perspectiva, era natural que el relato bíblico de la creación gozara de una casi absoluta credibilidad y aceptación. Era, pues, el paradigma vigente, a partir del cual se sustentaba la tesis que afirmaba que todas las especies habían existido siempre tal y como las observamos en la actualidad, habiendo sido creadas por Dios de manera tal como se relataba en el Génesis. Al respecto, en 1737, el gran Carlos Linneo (1707-1708) había escrito: “Existen tantas especies como formas diferentes creara el Ser infinito en un principio (...), de modo que no podemos encontrar más especies que las que han existido desde el principio.”[5] Se habían realizado, asimismo, sendos intentos por fijar hasta el día y la hora de la creación. En 1642 (año del nacimiento de Newton) John Lightfoot, un erudito de la Universidad de Cambridge, proclamó que la fecha de la creación era el 17 de septiembre de 3928 a. C., a las 9 de la mañana. Algunos años más tarde, James Ussher, arzobispo de Armagh, corrigió esta versión y fijó la fecha en el 3 de octubre de 4004 a. C., fecha que fue aceptada como el instante de la creación y enseñada por la Iglesia de Inglaterra durante más de un siglo.[6] Estas afirmaciones, que ahora nos hacen sonreír, fueron consideradas sin embargo como artículos de fe durante muchos años, en una sociedad donde la religión era uno de los valores más sólidos y en un estado confesional en el que la reina ocupaba la cabeza de la Iglesia anglicana.
Por lo tanto, es de explicarse que la aparición en 1859 del libro de Darwin El origen de las especies, que proponía un paradigma alternativo al creacionismo, desatara entre los sectores eclesiásticos una fuerte reacción. Denunciaron su obra como profundamente materialista y antirreligiosa. Y no les faltaba razón. Efectivamente, la propuesta darviniana golpeaba duramente al creacionismo, cuya fuente es el antiguo testamento, en sus fundamentos y descartaba conscientemente cualquier hipótesis teleológica y la intervención de lo sobrenatural; consecuentemente, aunque no fuera esa la intención de su autor, socavaba los cimientos de la religión cristiana. Darwin era plenamente consciente de ello. Sin embargo, aunque no podemos negar que el asunto le preocupó, no pensó en ningún momento en transigir y ocultar o deformar la verdad científica. En su momento, supo soportar valientemente los durísimos ataques de que fue objeto y no se apartó del camino que se había trazado.
Para tener una idea del impacto inmediato que produjo la obra de Darwin, debemos recordar el famoso debate que tuvo lugar a los seis meses de la publicación del Origen. El 30 de junio de 1860, se realizó una famosa sesión de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, en Oxford, en la que se enfrentaron el obispo Samuel Wilberforce y Thomas Henry Huxley, autodenominado “el bulldog de Darwin”. El público que acudió fue tan numeroso que el local resultó demasiado pequeño, por lo que la reunión tuvo que trasladarse al gran salón de la biblioteca del museo. Presidía la sesión el profesor Johns Henslow, quien había sido el mentor de Darwin en Cambridge. El obispo Wilberforce, haciendo gala de una gran facilidad de palabra y de recursos retóricos en los cuales era muy ducho, no perdió la oportunidad de ridiculizar a Darwin y a Huxley de forma terrible. Finalmente se dirigió a Huxley y le hizo la siguiente pregunta: "¿Le sería indiferente el saber que su abuelo, o su abuela, habían sido monos?". Al desafío del obispo, Huxley respondió: "Si me fuera preguntado si prefería tener por abuelo a un mono miserable o a un hombre inteligentemente dotado por la naturaleza y de gran importancia e influencia, pero que sólo utilizase estas cualidades y esta influencia para introducir el ridículo en una discusión científica seria, entonces, sin dudarlo un momento, me inclinaría rotundamente por el mono."
[7]
La guerra había sido declarada, una vez más. No sería la primera vez que se enfrentaran ciencia y religión. Según James Jeans, físico e historiador de la ciencia, empezó en los lejanos tiempos en que Anaxágoras, en el siglo V a. C., acusado de ateísmo, fue condenado a la pena de muerte por afirmar que el Sol era una simple bola de fuego, tan material como la Tierra:

En su lugar comenzó entre la religión y la ciencia un conflicto que duraría edades; la religión había declarado la guerra e iniciado aquella persecución de la ciencia que, por desgracia, se repetiría tan a menudo y figuraría tan ampliamente en la historia de ambas. En Anaxágoras vemos el conflicto en su primitiva, su más simple y su más cruda forma, y su misma simplicidad y lejanía en el tiempo lo hace particularmente fácil de comprender.
[8]

2. CUANDO DARWIN PENSÓ SER SACERDOTE.

Paradójicamente, este hombre, que despertó las iras santas de los creyentes, tuvo sin embargo una formación religiosa, que cuando niño le hacía invocar la intervención divina, como cualquier buen cristiano. De ello hay testimonio en su Autobiografía:

Recuerdo que al principio de mi vida escolar frecuentemente tenía que correr mucho para llegar a tiempo, y generalmente lo lograba, pues era veloz corredor; pero cuando dudaba conseguirlo, pedía encarecidamente a dios que me ayudara, y me acuerdo bien de que atribuía mis éxitos a las oraciones y no a mis pies y estaba admirado de la frecuencia con que recibía ayuda.
[9]

Recordemos, además, que Darwin, estuvo en un principio destinado a ser clérigo de la iglesia de Inglaterra. Fracasados los intentos de convertirlo en médico, su padre, preocupado por el destino de un hijo que no parecía interesarse por nada serio, le propuso la carrera eclesiástica. De ello nos da cuenta el futuro autor de El origen de las especies:

Tras haber pasado dos cursos en Edimburgo, mi padre se percató, o se enteró por mis hermanas, de que no me agradaba la idea de ser médico, así que me propuso hacerme clérigo. Mi padre estaba vehementemente en contra de que me volviera un señorito ocioso, cosa que entonces parecía mi destino más probable. Pedí algún tiempo para considerarlo, pues, por lo poco que había oído o pensado sobre la materia, sentía escrúpulos acerca de la declaración de mi fe en todos los dogmas de la iglesia Anglicana aunque, por otra parte, me agradaba la idea de ser cura rural. Por consiguiente, leí con gran atención Pearson on the Creed (Pearson: acerca del credo) y otros cuantos libros de teología y, como entonces no dudé lo más mínimo sobre la verdad estricta y literal de cada una de las palabras de la Biblia, me convencí inmediatamente de que debía aceptar nuestro credo sin reservas.

Considerando la ferocidad con que he sido atacado por los ortodoxos, parece cómico que alguna vez pensara ser clérigo. Y no es que yo renunciara expresamente a esta intención ni al deseo de mi padre, dicha intención murió de muerte natural cuando, al dejar Cambridge, me uní al Beagle en calidad de naturalista. Si hemos de fiarnos de los frenólogos, yo era, en cierto sentido, idóneo para ser clérigo. Hace unos años, los secretarios de una sociedad psicológica alemana me pidieron encarecidamente por carta una fotografía, y algún tiempo después recibí las actas de una de sus reuniones, en la que, al parecer, la configuración de mi cabeza había sido objeto de una discusión pública, y uno de los oradores había declarado que tenía la protuberancia de la reverencia desarrollada para diez sacerdotes.
[10]

Era de esperarse que, después de la extraordinaria experiencia en el Beagle, sus intenciones de ser clérigo, como dice Darwin, “murieran de muerte natural”. Probablemente, había además otra razón: el joven Darwin no parecía estar muy seguro de sus convicciones religiosas y, próximo a ordenarse, había empezado a experimentar serias dudas. Al respecto, hay un episodio que recuerda su hijo Francis, quien hace referencia al testimonio de un amigo de su padre, Mr. J. M. Herbert:
Tuvimos [con Darwin] una seria conversación respecto a la adopción del orden sacerdotal, y recuerdo que me preguntó si yo podría responder afirmativamente a la pregunta que hace el Obispo en el Servicio de Ordenación -‘Crees estar movido interiormente por el Espíritu Santo, etc.’-, y al decir yo que no, dijo, ‘tampoco yo, y por lo tanto no puedo ordenarme’.
[11]
Esto fue en 1829, pero, como sigue contando su hijo, “las dudas aquí expresadas debieron ser acalladas, pues en mayo de 1830, mi padre habla de ciertos proyectos de estudiar teología con Henslow”.[12]
Inseguro o no, lo cierto es que, para aprobar el examen de Bachelor of Arts, que era una Licenciatura de las facultades humanísticas de las universidad inglesas, requisito para sus estudios de teología, Darwin leyó con profundo interés dos obras de un destacado teólogo, William Paley (1743-1805): Pruebas del cristianismo y Filosofía moral.[13] Relata que estudió ambas a fondo y, habiendo quedado convencido por su abundante argumentación, las aceptó de buena fe. De la primera obra, así como de otra de este autor, Teología natural, publicado en 1802, que era libro de texto en todas las universidades, dice que su lógica le procuró tanto deleite como Euclides.[14] Detalle muy significativo si consideramos que Paley es conocido por el sistemático uso de un famoso argumento con el que se propone fundamentar la idea de un diseño inteligente, la analogía del relojero: si encontráramos un reloj abandonado, la compleja configuración de las partes nos llevaría a concluir que todas las piezas han sido diseñadas para un mismo propósito. El futuro autor de la teoría de la evolución no sospechaba en ese momento que, en el futuro, se vería en la necesidad de lidiar con este razonamiento.
Se explica, pues, que al iniciar su periplo en el Beagle, en 1831, se considerara bastante ortodoxo. De esta ortodoxia da fe durante su viaje. En su Diario, menciona que en una ocasión, ante la tripulación del barco, citó la Biblia como autoridad indiscutible en una discusión sobre moralidad. Nos cuenta, también, que, en una oportunidad, encontrándose en Santiago de Chile, ingresó al interior de una iglesia católica. Al saber que sólo lo hacía llevado por la curiosidad, un grupo de señoritas, que describe como “muy lindas” y a quienes acababa de conocer, se escandalizó y lo instó a que se hiciera cristiano. Entonces, dice, les manifestó que él lo era, aunque no de la misma manera que ellas. Esto fue en 1834. Relata, asimismo, haber asistido el año siguiente al Oficio divino con motivo de la Navidad, en la capilla de Pahia, en Nueva Zelanda.
[15] Y, aunque no abundan mayores referencias a Dios, o a sus convicciones religiosas, no deja de haber en su relato expresiones como aquellas que normalmente escucharíamos en un buen creyente, como ésta, fechada en 1836, en Brasil: “El 19 de agosto abandonamos en definitiva las costas de Brasil, dando ya gracias a Dios de no tener que volver a visitar países de esclavos. (…).”[16] Como es sabido, Darwin detestaba la esclavitud y su sensibilidad no le permitía aceptar el trato cruel dado a sus víctimas. Al mismo tiempo, este fenómeno le permitió reflexionar acerca de la distancia enorme que suele existir entre la profesión de fe de los cristianos y sus acciones. Refiriéndose a los maltratos a los esclavos, que presenció en Brasil, escribió con indignación: “Pues bien; hombres que profesan grande amor al prójimo, que creen en Dios, que piden todos los días que se haga su voluntad sobre la tierra, son los que toleran, ¿qué digo?, ¡realizan estos actos!”[17] Alusiones a la divinidad encontraremos, también, luego de su regreso a Inglaterra, en su correspondencia personal. En una carta a un amigo suyo, W. D. Fox, fechada el 7 de marzo de 1852; hablando de sus hijos escribe “Nosotros tenemos hasta el momento siete, todos bien, gracias a Dios, y también su madre; (…).”[18] No cabe duda, pues, que en esta etapa, Darwin es un creyente, aunque en algún momento señala que no piensa que sus sentimientos religiosos hubieran estado demasiado arraigados.[19]
3. EL GRAN CAMBIO.
Todavía en El origen de las especies, publicado en 1859, Darwin considera necesario hacer una directa alusión al “Creador”; termina su obra con estas palabras:

Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes facultades, fue originalmente alentada por el Creador en unas cuantas formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollando y se están desarrollando, a partir de un comienzo tan sencillo, infinidad de formas cada vez más bellas y maravillosas.
[20]

Sin embargo, más tarde, expresaría su disgusto por haber hecho esta mención. En una reveladora carta a Lyell, del 29 de marzo de 1863, escribió:

Pero me he lamentado mucho de haberme sometido servilmente a la opinión pública y haber usado la palabra del Pentateuco, creación, con la que en realidad sólo quería decir ‘surgido’ por algún proceso totalmente desconocido.
[21]

Esto evidencia que Darwin, empezó a alejarse de sus comienzos teístas.
[22] Como sabemos, el teísmo es la creencia en un Dios personal y providente, trascendente, creador y conservador del mundo. Pero, con el tiempo, de este teísmo original no quedaría nada. Fue desapareciendo en la medida en que se fue desarrollando su espíritu crítico en materia religiosa y ahondando sus convicciones materialistas. Más tarde escribirá: “Esta conclusión [teísta] era muy firme en mí por el tiempo en que escribía el Origin of Species y desde entonces es cuando se ha ido debilitando poco a poco con numerosas fluctuaciones.[23]

La evolución de sus creencias religiosas constituye un aspecto importante del pensamiento de Darwin. Fue el resultado de un proceso paulatino, en el comienzo del cual observamos que nuestro personaje parece no querer enfrentar sus antiguas convicciones a sus descubrimientos científicos. Asimismo, se muestra preocupado por el impacto que podrían causar sus ideas. Ya en una comunicación a su amigo Hooker, fechada el 11 de enero de 1844, expresa sus temores y dice que revelar que las especies no son inmutables es… ¡como confesar un asesinato!
[24]

Algunos autores mencionan como elemento importante del inicio de este proceso, la muerte de su muy querida hija Annie, a los diez años de edad, ocurrida en 1851. Se dice que este fatal acontecimiento le afectó mucho, no sólo emocionalmente, sino en lo concerniente a su fe, que quedó tan debilitada que dejó de acudir a la iglesia. Es posible que esta traumática experiencia haya tenido algún peso. Sin embargo, nosotros pensamos que mucho más lo tuvo su creciente convicción, producto de una profunda reflexión, de que la ciencia y la religión siguen caminos distintos

Sin embargo, esta afirmación, según la cual Darwin reflexionó profundamente en asuntos concernientes a la religión, parecería estar en contradicción con lo expresado por él en algunas ocasiones. Por ejemplo, en una carta al doctor F. E. Abbot (1871) se excusa de dar públicas opiniones sobre materia religiosa, alegando su mala salud, que le ha impedido “sentirse con fuerzas para reflexionar intensamente sobre el tema más profundo que puede ocupar a una mente humana”,
[25] y menciona que no cree haber meditado con suficiente profundidad como para divulgar públicamente sus ideas. Lo cierto es que, en el fondo, Darwin siempre buscó excusas para justificar su negativa a hacer públicos sus puntos de vista en asunto tan delicado. Como señaló su hijo Francis, el primer editor de la autobiografía, en todas sus obras éste se mostró siempre reticente en materia de religión, y lo que nos ha dejado sobre el tema no lo escribió con vistas a la publicación. Por eso, cada vez que le requerían sus opiniones respecto a asunto tan espinoso, y esto sucedía con frecuencia, lo hacía por lo general en cartas privadas. [26] De ahí que se excusara diciendo que no pensaba haberlas meditado con la suficiente profundidad. Sin embargo esto no parece ser tan cierto, si nos atenemos al propio Darwin: “Durante estos dos años [de octubre de 1836 a enero de 1839] había de meditar mucho sobre la religión”.[27] Quien ha meditado mucho debe haberlo hecho, por lo menos en algunos momentos, profundamente.

Al teísmo original, debió haberle seguido una etapa deísta. El deísmo no basa la creencia en Dios, en una revelación, sino en la sola razón natural, entendida como la capacidad natural que posee el hombre para intentar comprender el mundo. A su vez, para entender la relación entre Dios y el mundo el deísmo recurre a la conocida analogía del relojero, en virtud de la cual Dios es concebido como el que da el impulso inicial de movimiento, como el gran relojero que pone en marcha el reloj para dejar luego que siga sus propios impulsos. Recordemos que éste es el argumento de Paley, a quien Darwin conoció profundamente. No, hay, por supuesto, en ningún caso, un Dios personal que se relaciona con el mundo a través de la revelación o la providencia, o que interviene en la historia humana con milagros y hechos sobrenaturales. Hay un diseño inteligente. Sin embargo, el deísmo, con su idea de Dios como gran relojero del mundo, que va de la mano con la idea de predestinación, está en contradicción con su teoría: “El antiguo argumento en torno a la predestinación en la Naturaleza según lo expone Paley, que antaño me parecía tan concluyente, falla ahora que se ha descubierto la selección natural.”
[28]

4. LA CRÍTICA DEL CRISTIANISMO.

Lo cierto es que, después de concluido su viaje, en 1836, como producto de largas reflexiones, según sus propias declaraciones, poco a poco se dejó ganar por la incredulidad. Simultáneamente, desarrolló un sentimiento de repudio al cristianismo. En su autobiografía no expurgada, publicada en 1958 por su nieta Nora Barlow, encontramos que se expresa ya en términos muy duros con respecto a la Biblia:

Gradualmente había llegado a comprender que el Antiguo Testamento, con su historia manifiestamente falsa del mundo, con su Torre de Babel, su arco iris como signo de paz, y con su atribución a Dios de los sentimientos de un tirano vengativo, no merecía mayor confianza que los libros sagrados de los hindúes o las creencias de cualquier pueblo bárbaro.
[29]

Su rechazo del cristianismo va acompañado de una crítica de los milagros y la validez de los textos evangélicos, a los cuales niega su carácter de verdades reveladas:

Considerando además que se necesitaría la prueba más clara para que cualquier hombre sensato creyera en los milagros sobre los que se asienta el cristianismo –y que cuanto más sabemos de las leyes permanentes de la naturaleza más increíbles resultan los milagros-, que los hombres en aquella época eran ignorantes y crédulos en un grado casi incomprensible para nosotros –que no se puede probar que los evangelios fueron escritos simultáneamente con los acontecimientos-, que difieren en muchos detalles importantes, demasiado importantes, a mi parecer, para que se admitan como las imprecisiones normales de testigos presenciales; -por tales consideraciones, que expongo no porque contengan la menor novedad o valor sino porque me influenciaron, llegué poco a poco a no creer en el cristianismo como revelación divina [la cursiva es nuestra, C. A.]. El hecho de que muchas religiones falsas se hayan extendido como un reguero de pólvora por amplias regiones de la tierra, me influenció algo.
[30]

Sin embargo, da testimonio que este tránsito hacia la heterodoxia, aunque culminara en la incredulidad, no fue fácil:

Pero yo estaba muy poco inclinado a renunciar a mi creencia; estoy seguro de ello, pues recuerdo bien haber inventado muchísimas veces fantasías sobre antiguas cartas en poder de romanos ilustres, y manuscritos descubiertos en Pompeya o en cualquier otro sitio, que confirmaban de la manera más asombrosa todo lo que estaba escrito en los Evangelios. Pero cada vez me resultaba más difícil, dando rienda suelta a mi imaginación, inventar una prueba que bastase para convencerme. De esta forma me fue invadiendo el escepticismo poco a poco, hasta que me convertí en un incrédulo completo.
[31]

Esto escribió el hombre que, antes de su viaje alrededor del mundo, en el Beagle, podía afirmar que nunca había dudado lo más mínimo sobre la verdad estricta y literal de cada una de las palabras de la Biblia y declaró que estaba dispuesto a aceptar el credo de la iglesia anglicana sin reservas. Mas, finalizado el proceso mediante el cual fue “invadido por el escepticismo poco a poco”, llegó finalmente “a no creer en el cristianismo como revelación divina” y quedó, como él dice, definitivamente convertido “en un incrédulo completo”. Entonces escribió: “El ritmo había sido tan lento que no sentí angustia alguna, y desde entonces jamás he abrigado la menor duda de que mis conclusiones eran correctas”.
[32]

5. ¿ERA DARWIN ATEO?
No obstante, cauteloso como siempre en asuntos de religión, como ya lo hemos señalado, reticente a herir la sensibilidad de los demás, sobre todo de su esposa Emma, a quien le preocupaba la posibilidad de que, quizás, no llegaría a compartir el paraíso con su esposo, a pesar de su racionalismo extremo, Darwin siente reparos en declararse ateo; prefiere definirse agnóstico:
En mis fluctuaciones más extremas, jamás he sido ateo en el sentido de negar la existencia de un dios. Creo que en términos generales (y cada vez más, a medida que me voy haciendo más viejo), aunque no siempre, agnóstico sería la descripción más correcta de mi actitud espiritual.
[33]
Agnosticismo fue, precisamente, el término acuñado por Thomas Henry Huxley (1825-1895), el “bulldog de Darwin”, en 1869, en una histórica sesión de la Metaphysical Society, donde se afirmaba poder probar la existencia de Dios y se sostenía la racionalidad de la fe. Sostiene que no es posible afirmar racionalmente la existencia de Dios ni su no existencia, pues no hay que creer en aquello para lo cual no existen suficientes pruebas. En realidad, no podemos pronunciarnos sobre temas que están más allá de las posibilidades de nuestro entendimiento. En su seno, encontró Darwin el refugio que buscaba y que le permitió salir al encuentro de las controversias sobre religión, declarando que el tema estaba más allá de su alcance: “El misterio del principio de todas las cosas es insoluble para nosotros y, yo al menos, debo contentarme con seguir siendo un agnóstico”.[34]

Sin embargo, no deja de percatarse de cuan peligroso podía ser “ceder ante la opinión pública” y aceptar la intromisión de la religión en la ciencia. Así, pues, su principal preocupación va a ser, en adelante, colocar los puntos sobre las íes, estableciendo, en primer lugar, una clara demarcación entre una y otra, según puede verse en sus cartas personales. En una conversación epistolar con el reverendo Brodie Innes, viejo amigo suyo, que era vicario de Down, donde residía Darwin, le dice: “Ud. es teólogo; yo soy naturalista; nuestros caminos son distintos. Yo trato de descubrir hechos sin preocuparme de lo que dice el génesis”.
[35] . Al respecto, es muy reveladora la carta enviada a un estudiante alemán, que insistía en conocer sus opiniones sobre religión, en 1879:

La ciencia no tiene nada que ver con Cristo, excepto en la medida en que el hábito de la investigación científica hace que una persona sea cautelosa a la hora de admitir pruebas. Por lo que a mí respecta, no creo que haya tenido jamás revelación alguna.
[36]
En una singular aplicación práctica del principio, amicus Platus, sed amicus veritas, sale al frente, con energía, para combatir los intentos de su entrañable amigo Lyell, de introducir elementos sobrenaturales en su doctrina científica: “(…) He reflexionado mucho sobre lo que usted dice acerca de una intervención continua de la potencia creadora. No veo esta necesidad. El hecho de admitirla, quitaría todo valor a la teoría de la selección natural».[37]
Como señala Marcel Prenant,
[38] Darwin llego hacia el final de su vida a oponer la selección natural a la finalidad. No considerable aceptable la idea metafísica de determinación, que considera talmente incompatible con el concepto de ley natural:
(...) hay ciertos puntos de su libro que no puedo digerir. El más importante es el de que la existencia de las llamadas leyes naturales implica determinación. No puedo entenderlo. Dejando aparte la esperanza de muchos de que algún día se demuestre que las diversas leyes generales proceden inevitablemente de una sola, y aún tomando las leyes tal como ahora las conocemos, miro la luna, donde tienen aplic
ación la de la gravitación -y sin duda la de la conservación de la energía- la teoría atómica, etc., etc., y no puedo ver que haya necesariamente ahí determinación alguna. (Carta a W. Graham, 03 de julio de 1881)[39]
Asa Gray, destacado botánico norteamericano y gran amigo de Darwin, era un hombre extremadamente religioso. Cristiano ortodoxo y presbiteriano de firmes convicciones, expresaba así su idea de cómo se relacionaban la religión y la ciencia: "La fe en un orden es la base de la ciencia. Esta última no se puede separar, como es comprensible, de la fe en un Ser Ordenador, base de la religión". Sin embargo, ello no fue impedimento para que hiciera suya la teoría de Darwin, aunque con reservas, pues rechazó la idea de la selección como explicación de los organismos que funcionan inteligentemente. A él le escribió Darwin en estos términos, en los que la cortesía y la sutileza se mezclan con la ya conocidas sinceridad y humildad darvinistas, rechazando también la idea de finalidad:
Respecto al punto de vista teológico de la cuestión, siempre es difícil para mí. Estoy aturdido. No tenía la intención de escribir como un ateo. Pero reconozco que no veo tan claras como otros, y como a mí me gustaría ver, las pruebas de providencia y beneficencia a nuestro alrededor. Veo demasiada miseria en el mundo. No puedo convencerme de que un Dios bondadoso y omnipotente creara deliberadamente los Ichneumonidae [se refiere a una familia de avispas, anot. nos. C. A.]con la expresa intención de que se alimentaran con cuerpos de gusanos vivos, o que un gato tenga que divertirse jugando con los ratones. Y puesto que no creo todo esto, no veo que haya necesidad de creer que el ojo fuera expresamente diseñado. (...) Estoy íntimamente convencido de que la totalidad de la cuestión es demasiado profunda para la inteligencia humana. (...) Ciertamente estoy de acuerdo con usted en que mis opiniones no son ni mucho menos necesariamente ateas. (...) Pero cuanto más reflexiono, más perplejo estoy (...).
[40]
Como se ve, Darwin encuentra que hay una contradicción fundamental entre su doctrina y la concepción religiosa de la providencia, entendida como la acción de Dios sobre las cosas, los sucesos, las personas y el mundo mismo, que es gobernado con arreglo a una finalidad o determinación. Estas ideas le merecen un franco rechazo. Precisamente, acerca de la determinación, le escribe a Asa Gray:
Su pregunta sobre qué me convencería de la existencia de la determinación es un verdadero problema. Si yo viera un ángel bajar para enseñarnos el bien y me convenciera, porque otros lo vieran, de que no estaba loco, creería en la providencia. Si tuviera la convicción plena de que la vida y la mente están, de alguna manera desconocida, en función de otra fuerza imponderable, me convencería. Si el hombre estuviera hecho de lata o hierro y no tuviera conexión con ningún otro organismo que hubiera vivido jamás, quizá me convencería. Pero estoy escribiendo niñerías.
[41]

Cabe, sin embargo, formular, la pregunta inevitable: ¿Llegó al ateísmo? Aunque no lo podemos saber con certeza, creemos que, a medida que avanzaba en edad, tal vez lo fue en su fuero interno. En todo caso, una vez superada su “edad de piedra” religiosa, a medida que se hicieron más fuertes sus convicciones materialistas y antirreligiosas, escribió y actuó, hasta el final, como si lo fuera.
6. SOBRE LA CREENCIA EN DIOS.
¿Cómo explica Darwin la creencia en Dios? Aborda el tema en su obra sobre el origen del hombre. Desde una perspectiva materialista, afirma rotundamente, contrariamente a la idea de la revelación, que era moneda corriente en su época, lo siguiente:
No hay prueba de que el hombre desde su origen creyera noblemente en la existencia de un Dios omnipotente. Por el contrario, sábese muy bien, no por viajeros de paso, sino por hombres que por mucho tiempo han residido entre salvajes, que han existido y aun existen muchas razas que no tienen idea alguna de uno o muchos dioses y que carecen de palabras en su lenguaje para expresar esta idea.
[42]
Sin embargo, cede una vez más ante la opinión pública y hace esta observación: “Esta cuestión, como se ve, es muy distinta de aquella más elevada de saber si existe un creador y providencia del universo, lo cual ha sido siempre resuelta afirmativamente por los entendimientos más elevados de todos los tiempos.”
[43]
Ahora bien, si la creencia en Dios no aparece desde el origen de la humanidad, en cambio no podemos decir lo mismo de las creencias animistas:

“(…) si bajo la palabra religión comprendemos la creencia en agentes invisibles o espirituales, entonces varía mucho la cuestión, porque esta creencia parece casi universal en las razas menos civilizadas. Mas no es en modo alguno difícil explicar su origen natural”
[44]

Según Darwin, éste es el inicio de un proceso que conduciría a la aparición de las religiones monoteístas:

No hay más que dar un paso de la creencia en agentes espirituales a la de la existencia de uno o más dioses. En efecto, los salvajes atribuyen naturalmente a los espíritus las mismas pasiones, el mismo amor a la venganza, la forma más simple de la justicia y las mismas afecciones que ellos experimentan. (…) Nunca pudimos averiguar que los fueguinos creyeran en algo que pudiéramos llamar Dios, ni practicaron tampoco rito alguno religioso.
[45]

En este proceso no estuvieron ausentes los aspectos negativos que encontramos en toda superstición.

Da horror sólo pensar en algunas de éstas: los sacrificios humanos hechos a un dios sediento de sangre, la ordalía por medio del veneno o el fuego, los sortilegios u otros abominables artificios. Con todo, bueno es que algunas veces reflexionemos en tales supersticiones, porque así nos muestran cuán mucho debemos a los progresos de la razón, a la ciencia y a nuestros conocimientos acumulados.”
[46]

El principal argumento a favor de la existencia de Dios es, según Darwin, “la imposibilidad de concebir que este grandioso y maravilloso universo, con estos seres conscientes que somos nosotros, se origine por azar”.
[47] Pero agrega: “(..) nunca he sido capaz de concluir si este argumento es realmente válido”.[48] Consciente de la complejidad de las implicaciones de este tipo de argumento añade:

Me doy cuenta de que si admitimos una primera causa, l mente aún anhela saber de dónde vino aquélla y cómo se originó. Tampoco puedo pasar por alto la dificultad que supone la inmensa cantidad de sufrimiento que hay en todo el mundo. También me veo inducido a ceder hasta cierto punto a la opinión de muchas personas de talento que han creído en Dios; pero aquí advierto una vez más el escaso valor que tiene este argumento. Me parece que la conclusión más segura es que todo el tema está más allá del alcance del intelecto humano;(…).
[49]

Darwin distingue dos clases de fuentes para la creencia en Dios. Una relacionada con los sentimientos y otra, con la razón. De las primeras, opina lo siguiente:

En nuestros días el argumento más utilizado para demostrar la existencia de un Dios inteligente se apoya en la profunda convicción íntima y en el sentimiento que la mayoría de la gente experimenta.

Emociones como las que acabo de aludir me llevaron en otro tiempo (aunque no creo que mis sentimientos religiosos estuvieran en ningún momento demasiado arraigados) a creer firmemente en la existencia de Dios y en la inmortalidad del alma. (…) Recuerdo bien mi convicción de que en el hombre había algo más que el mero aliento de su cuerpo; pero ahora las escenas más grandiosas no serían capaces de hacer nacer en mí mente semejantes convicciones y sensaciones.
[50]

Pero agrega, combatiendo dicho razonamiento:

(…) Este argumento sería válido si todas las personas de todas las razas tuvieran la misma convicción interna de la existencia de Dios; pero sabemos que esto está muy lejos de ser cierto. Por lo tanto, no veo que tales convicciones y sentimientos íntimos tengan peso alguno como prueba de que existe realmente. El estado de ánimo que antaño suscitaban en mí los paisajes grandiosos, que estaba en estrecha conexión con la fe en Dios, no difería sustancialmente de lo que a menudo se llama el sentimiento de lo sublime. Y por difícil que resulte explicar la génesis de esta sensación, no podemos proponerla como argumento en favor de la existencia de Dios, igual que no podemos aducir el intenso, aunque vago sentimiento provocado por la música, que es similar a aquella sensación.
[51]

Luego examina el otro tipo de argumento, relacionado con la razón y no con los sentimientos, y dice que le parece de más peso.

Es la que se deduce de la extrema dificultad, o más bien la imposibilidad de concebir este inmenso y maravilloso universo, incluyendo al hombre con su capacidad de reflexionar sobre el pasado y el futuro, como un resultado del ciego azar o la necesidad. Cuando pienso en esto, me veo obligado a acudir a una primera causa, dotada de una mente inteligente, en cierto grado análoga a la del hombre, y merezco ser considerado teísta. Esta conclusión era muy firme en mí por el tiempo en que escribía el Origin of Species y desde entonces es cuando se ha ido debilitando poco a poco con numerosas fluctuaciones. Pero entonces surge la duda. ¿Puede darse crédito a la mente humana, que se ha ido desarrollando, según estoy convencido, a partir de una mente tan baja como la que poseen los animales inferiores, cuando infiere tales grandiosas conclusiones?
[52]

7. DARWIN Y WALLACE.
La actitud de Darwin resulta muy diferente a la de Alfred Russell Wallace (
1823 - 1913), el coautor de la teoría de la evolución. Con el tiempo, Wallace se orientó hacia el misticismo. Creía en la existencia de un mundo espiritual y estaba convencido que se podía aceptar la evolución por selección natural y, al mismo tiempo, la naturaleza espiritual de hombre, pues no se oponían:

Encontramos así que la teoría del Darwinismo, aun cuando se lleve a su conclusión lógica extrema, no sólo no se opone, sino que le presta una ayuda decidida a la creencia en la naturaleza espiritual del hombre. Esto nos muestra que aunque el cuerpo del hombre pudo haber sido desarrollado desde una forma animal más baja bajo ley de la selección natural, también nos enseña que poseemos facultades intelectuales y morales que podrían no haber sido tan desarrolladas, mas deben haber tenido otro origen; y para este origen podemos encontrar solamente una causa adecuada que es el universo oculto del espíritu.
[53]

Según Wallace, el hombre no tiene parentesco con los animales en sentido espiritual, pues había recibido el alma de un mundo sobrenatural. Sólo ella podía ser causa del talento matemático, del genio musical, de la capacidad para el martirio, de la verdadera amistad; en resumen, todas las más altas cualidades y capacidades humanas.
[54] "Wallace estaba convencido, como espiritista, de que el espacio está lleno de espíritus. Creía que uno de ellos acaso penetrara en un mono, efectuando así ¡su transformación en hombre!"[55]
La posición de Wallace no provenía de alguna creencia religiosa convencional sino de su interés de mucho tiempo en el espiritualismo. Cuando Wallace publicó su opinión en 1869, Darwin le escribió: “Discrepo, lamentablemente, de Ud.; puedo ver la no necesidad de llamar a una adicional y causa próxima (una fuerza sobrenatural) en lo concerniente al hombre… Espero que Ud. No haya matado tan completamente a nuestro común hijo” –pensando en la teoría de la selección natural.

Junto a sus clásicos volúmenes sobre zoogeografía, selección natural, vida en las islas y el Archipiélago Malayo, Wallace había escrito Sobre los milagros y el espiritualismo moderno (1875), que es un relato “cuya sinceridad raya en el candor” -según expresiones de Federico Engels,
[56] que tuvo la oportunidad de estar muy cerca de los acontecimientos- de sus experiencias en el campo del espiritismo. El materialista Darwin no podía aceptar semejantes conclusiones. Discrepaba con su colega Wallace, y muy fuertemente, en estas creencias espiritistas. Y estaba decidido a mantener su posición con firmeza. Valga mencionar su participación en “el caso Slade”.[57]

En abril de 1876, hizo su aparición un celebrado personaje, el “Dr.” Henry Slade, quien se presentaba como un físico proveniente de América, llegado a Londres “a probar la verdad de la comunicación con los muertos”. Slade afirmaba que el espíritu de su esposa le había escrito mensajes en pizarras. Un joven zoólogo llamado Edwin Ray Lankester, convencido de que se trataba de un vulgar estafador, decidió desenmascararlo y llevarlo de ser posible a prisión. Así, acompañado de un amigo, estudiante de medicina, Horacio Donkin, fueron donde Slade simulando ser creyentes. Pagaron el derecho de admisión, hicieron preguntas a los espíritus y recibieron misteriosas respuestas escritas. Luego, en el ensombrecido cuarto, Lankester repentinamente arrebató una pizarra de las manos de Slade, encontrando la respuesta escrita a la pregunta que él todavía no había hecho, y lo llamó “un bribón y un impostor”.

Al siguiente día Slade y su ayudante, Geoffrey Simmonds, estuvieron en manos de la policía, acusados de violar el Acta de vagancia, una antigua ley dirigida a proteger al público de lectores ambulantes de la palma de las manos y artistas prestidigitadores. Durante todo el otoño de 1876, todo Londres fue conmovida por el juicio Slade. La pequeña sala de la Corte estuvo atestada con apoyadores y detractores de Slade y 30 periodistas, quienes se desparramaban hasta la calle. El Times de Londres traía las transcripciones del juicio día tras día.

El juicio Slade se convirtió en uno de los más extraños casos en los tribunales de la Inglaterra victoriana. Alguien lo calificó como una arena pública donde la ciencia podía marcar un triunfo devastador sobre la superstición. Para otros fue la declaración de guerra entre los proveedores profesionales de lo “paranormal” y la fraternidad de honestos magos de escena. Pero lo único que produjo el juicio fue que los dos más grandes naturalistas de la centuria se ubiquen a sí mismos en lados opuestos. El archimaterialista Darwin dio ayuda y sostén a la acusación, mientras que su viejo amigo Wallace, respetado como zoólogo, botánico, el descubridor de veintenas de nuevas especies, el primer europeo en estudiar monos en estado salvaje y un pionero en el estudio de la distribución de animales, en su calidad de espiritualista sincero, pasó a ser el testigo estrella… ¡de la defensa de Slade! En realidad, Wallace no era el único científico ganado por la prédica espiritista; otros, como el físico Oliver Rodge y el químico William Croques, descubridor del elemento talio, figuraban también en este bando.

Darwin, privadamente, escribió a Lankester adhiriéndose a su causa y congratulándulo. Dijo que el encarcelamiento de Slade fue un beneficio público e insistió en contribuir con £ 10 al costo del juicio. (Bajo la ley inglesa, el demandante pagaba a la Corte los costos; £ 10 eran una suma importante, comparable al salario mensual de un trabajador.)

Por supuesto, el caso Slade no fue el único de este tipo en el que se involucrara Darwin.
[58] Anteriormente, en los comienzos de los 70, el primo y concuñado de Darwin Hensleigh Wedgwood, a pesar de sus aspiraciones a convertirse un científico famoso, también fue ganado por la fiebre del espiritismo y cayó víctima de un par de estafadores, Charles Williams y Frank Herne. Wedgwood rogaba a Darwin venir a ver los acordeones que tocaban por sí mismos, las mesas levitantes, la escritura automática y las manos brillantes de espíritus en las sesiones de espiritismo de Williams. Darwin, tratando de evitarlo, alegaba siempre estar muy cansado, muy ocupado o muy enfermo para acudir. Sin embargo, en enero de 1874, Darwin envió dos miembros muy cercanos a su círculo a presenciar una sesión de espiritismo de Williams. Su amigo y lugarteniente, el famoso zoólogo Thomas H. Huxley, fue introducido como “Mr. Henry” (su segundo nombre). El hijo de Darwin, George, que en aquel tiempo contaba con 29 años, fue también. Aunque se movieron botellas alrededor y una guitarra tocó por sí misma, los dos concluyeron que nada de lo que habían observado era otra cosa que trucos groseros. A fines de ese año, aquel joven Edwin Ray Lankester, que más tarde protagonizaría el caso Slade, decidió pescar a Williams y Herne en fraude –un acto que sabía podía impresionar a sus heroes Darwin y Huxley. Pero después de la visita de Huxley y George, el médium se tornó cauteloso, evitando cualquier conexión con el círculo de Darwin. Por su parte, éste escribió a un periodista instándolo a presentar a Williams como un bribón que se ha impuesto al público por tantos años.

7. EL FINAL.

Primero teísta, más tarde deísta y, finalmente, agnóstico o, quizás, ateo en su fuero interno. Tal es el itinerario espiritual de nuestro personaje. Sin embargo, los ortodoxos en materia de religión han hecho circular la leyenda de un Darwin que, viendo próxima la muerte, atormentado por sus sentimientos de culpa, termina por abjurar de sus teorías y se reconcilia con el cristianismo. En 1915, se hizo circular la que sería conocida como la Historia de Lady Hope. Lady Elizabeth Reid Hope, una evangelizadora cristiana, afirmó que estuvo con Darwin poco antes de su deceso y aseveró que éste había vuelto al
cristianismo en su lecho de muerte. Pero esta versión de la oveja descarriada que regresa al redil no concuerda, sin embargo, con los hechos. Por este motivo, en su momento, la familia la rechazó rotundamente. Lo cierto es que en sus últimas palabras, dirigidas a su mujer, Emma, afirmó: "No tengo miedo de la muerte. Recuerda qué buena esposa has sido para mí. Dile a mis hijos que recuerden lo buenos que han sido todos conmigo." Entonces, mientras se apagaba, decía repetidamente a sus hijos Henrietta y Francis: "Casi ha merecido la pena estar enfermo para recibir vuestros cuidados".[
De Francis recogemos esta versión de primera mano, que confirma lo expuesto: “Parecía reconocer la proximidad de la muerte, y decía: «No tengo ningún miedo a morir». Durante toda la mañana sufrió terribles náuseas y debilidad, y ya no se rehizo hasta que llegó el fin.”
[59] Murió el miércoles 19 de abril, a las cuatro. Tenía 74 años. Como expresiones finales de su autobiografía, Francis Darwin colocó estas palabras escritas por su padre en 1879: “En cuanto a mí, creo haber actuado justamente siguiendo sin desmayo y dedicando mi vida a la ciencia. No siento remordimiento de haber cometido ningún pecado grave, pero muchas veces he lamentado no haber hecho el bien más directamente a mis semejantes.”
Así, lamentando “no haber hecho el bien más directamente a sus semejantes”, pero no abjurando de sus ideas, murió Charles Robert Darwin Wedgood.


BIBLIOGRAFÍA


Darwin, Charles (1977) Autobiografía. Madrid, Alianza Editorial, 2 T.

--------------- (1983) Viaje de un naturalista alrededor del mundo. Madrid, Akal, 2 T.

--------------- (1965) El origen de las especies. Madrid, EDAF.

--------------- (1979) El origen del hombre. Madrid, EDAF.


Davies, Paul (1985) El universo desbocado. Barcelona, Salvat.
Hemleben, Johannes (1971) Darwin. Madrid, Alianza Editorial.

Engels, Federico (1961) Dialéctica de la naturaleza. México, D. F., Grijalbo.

Farrington, Benjamín (1970) ¿Qué dijo realmente Darwin? La Habana, Instituto del Libro.

Jeans, James (1960) Historia de la física. México, D. F., Fondo de Cultura Económica.

Juan Pablo II (1996) “Mensaje a la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de las ciencias reunida el sábado 26 de octubre de 1996, con motivo de la conmemoración del 60 aniversario de su fundación” (Cf. Diario El sol, 30 de octubre de 1996, p. 7c.)
León XIII (2009) Encíclica Providentissimus Deus (versión on line).



Milner, Richard (1996) “Charles Darwin and Associates, Ghostbusters”, Scientific American, October.

Pio XII (2009) Encíclica Humani generis (versión on line).

Prenant, Marcel (1969) Darwin y el darwinismo. México, D. F., Grijalbo.
Radl (1931) Historia de las teorías biológicas. Madrid, Revista de Occidente, 2 T.

Vieselov, E. El darwinismo. La Habana, Editorial Universitaria.
Wallace, Alfred (1889) Darwinism. An exposition of the Theory of Natural Selection with some of iys applications. London, Macmillan and Co. New York.

White, Andrew (1972) La lucha entre el dogmatismo y la ciencia en el seno de la cristiandad. Buenos Aires, Siglo XXI.


Notas

[1] Mensaje de Juan Pablo II a la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de las ciencias reunida el sábado 26 de octubre de 1996, con motivo de la conmemoración del 60 aniversario de su fundación (Cf. Diario El sol, 30 de octubre de 1996, p. 7c.)
[2] En dicho documento se reitera la posición de la Iglesia católica con respecto a los textos bíblicos: “Tal es la antigua y constante creencia de la Iglesia definida solemnemente por los concilios de Florencia y de Trento, confirmada por fin y más expresamente declarada en el concilio Vaticano, que dio este decreto absoluto: «Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, íntegros, con todas sus partes, como se describen en el decreto del mismo concilio (Tridentino) y se contienen en la antigua versión latina Vulgata, deben ser recibidos por sagrados y canónicos. La Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor». (Encíclica Providentissimus Deus, versión on line.)

[3] Cf. Encíclica Humani generis, versión on line.)

[4] Cf. Andrew W. White, La lucha entre el dogmatismo y la ciencia en el seno de la cristiandad.
[5] Citado por Vieselov, El darwinismo, p. 46.
[6] Cf. Paul Davies, El universo desbocado, p. 16.
[7] Cf. Johannes Hemleben, Darwin, p. 126.
[8] James Jeans, Historia de la física, p. 80.
[9] Charles Darwin, Autobiografía, Tomo 1, p. 44.
[10] Ibíd.. pp. 55-56.
[11] Charles Darwin, Autobiografía,, Tomo 1, p. 176.
[12] Ibíd..
[13] Darwin se graduó finalmente de B. A. en mayo de 1831.
[14] Cf. Charles Darwin, Autobiografía, Tomo 1.
[15] Cf. Charles Darwin, Viaje de un naturalista alrededor del mundo.
[16] Ibíd.., Tomo II, p. 333.
[17] Ibíd.., pp. 329-330.
[18] Charles Darwin, Autobiografía, Tomo 1, p. 244.
[19] Ibíd.
[20] Charles Darwin, El origen de las especies, p. 480.
[21] Charles Darwin, Autobiografía, Tomo 2, pp. 375-376.
[22] Lo cual no ha sido considerado por quienes, interesados en presentar a Darwin como un piadoso creyente victoriano, que mantuvo sus convicciones religiosas hasta el fin de sus días, recurren al referido párrafo final de El Origen.
[23] Ibíd.., p. 116.)
[24] Ibíd.., p. 273
[25] Ibíd.., p. 108
[26] Cf. Charles Darwin, Op. cit., ed. de Francis Darwin.
[27] Ibíd.., p. 111.
[28] Ibíd., p. 112.
[29] Citado por Benjamín Farrington, ¿Qué dijo realmente Darwin?, p. 111.
[30] Charles Darwin, Op. Cit., p. 111
[31] Loc cit.
[32] Loc. Cit.
[33] Ibíd.., p. 107.
[34] Citado por su hijo Francis Darwin (Cf. Darwin, Op.cit., p. 116.)
[35] Apud Marcel Prenant, Darwin, p. 39.
[36] Ibíd.., tomo 1, p. 110
[37] Charles Darwin, carta a Lyell (20-10-1859) Citado por Marcel Prenant, p. 113.
[38] Cf. Marcel Prenant, Darwin y el darwinismo.
[39] Charles Darwin, Op. Cit., I, p. 118.
[40] Charles Darwin, Autobiografía, Tomo 2, pp. 350-351.
[41] Charles Darwin, Op. Cit., p. 366.
[42] Ibíd.., p. 94.
[43] Loc. Cit.
[44] El origen del hombre, Cap. III, p.92.
[45] Ibíd.., p. 93.
[46] Ibíd.., p. 94.
[47] Autobiografía, I, p. 109.
[48] Ibíd.., pp. 109-110.
[49] Contestación a un estudiante holandés, 2 de abril de 1873. Ibíd.., p. 110.
[50] Autobiografía, I, pp. 114-115.
[51] Ibíd.., p. 115.
[52] Ibíd.., p. 110.
[53] Alfred R. Wallace, Darwinism, p. 478.
[54] Radl, Historia de las teorías biológicas., p. 127.
[55] Radl, Loc. Cit..
[56] Fedrico Engels, “Los naturalistas en el mundo de los espíritus, en Dialéctica de la naturaleza”, p. 33.
[57] Recogemos la información de Richard Milner, “Charles Darwin and Associates, Ghostbusters”, Scientific American,
October 1996.

[58] Nos seguimos apoyando en la información de Scientific american.
[59] Ibíd.., p.464.