A continuación una versión de mi “Filósofos ante la muerte. Una reflexión acerca de la vida y de la muerte”, que apareció, en una versión más técnica, por primera vez en Letras Año 72, Nº 101-102, 2001 (ISSN Versión impresa: 0378-4878). Todavía se encuentra disponible en un lugar para lectura, principalmente, de médicos. Es transcrito para ser compartido, ahora, con un público más amplio. (En breve, postearé una versión ampliada en este blog.)
Nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar, que es el morir.
Jorge Manrique
El hecho de la muerte nos coloca ante una situación límite. Es, indudablemente, el acontecimiento más importante de nuestra existencia. Y, aun cuando ha escrito La Rochefoucauld que “ni al sol ni a la muerte pueden mirarse con fijeza”,[1] esto no es tan cierto. No es imposible mirar de frente a la muerte, compañera inseparable de la vida. Es más, tal vez sea necesario hacerlo, para comprenderla y desentrañar -o por lo menos intentarlo- las tinieblas que suelen envolverla. No importa que Spinoza nos haya dicho: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”[2] La reflexión sobre la vida nos conduce, querámoslo o no, ineluctablemente, a reflexionar sobre la muerte. Pero, al mismo tiempo, cuando nos formulamos la interrogante “¿Qué es la muerte?” nos estamos planteando un problema que, con seguridad, se ha generado al intentar responder a esta otra: “¿Qué es la vida?”.
De hecho, ha sido éste uno de los problemas que más ha preocupado al espíritu humano. El hombre no ha podido soslayar el tema de la muerte, aunque a veces, por razones comprensibles, hubiera deseado intentarlo; sin embargo, no ha podido evitar el enfrentarlo, pues la muerte nos está permanentemente recordando su presencia: Memento mori. En consecuencia, es explicable que esté presente en las conversaciones del hombre común, en el quehacer científico y, sobre todo, en la actividad cotidiana del médico. Como es de suponerse, tampoco la filosofía ha permanecido ajena a esta preocupación. Al respecto, ya Schopenhauer escribió: “La muerte es el genio inspirado, la Musa de la filosofía... sin ella difícilmente se hubiera filosofado”.[3] Esto explica porqué los filósofos lo han elegido como tema frecuente de sus reflexiones y lo han considerado como uno de los más dignos problemas a considerar. Algunos, como Platón, afirmaron que la filosofía es preparación para la muerte, y Cicerón la definía como “meditatio mortis”.
La biología moderna ha confirmado el hecho de que la muerte está ya anticipada en nuestra información genética. Ante semejante evidencia, resulta curioso constatar que siempre se ha considerado a la muerte como algo ajeno a esa vida que es, precisamente, el objeto de la biología. Ahora sabemos que esto es un error, pues los genes que participan en la muerte celular aparecieron desde muy temprano en la historia de la evolución y se conservan hasta hoy día. Lo cual quiere decir que estamos programados para morir.
La muerte es, pues, un hecho que debe interesarnos. Por supuesto, no bajo la forma de un interés morboso o de una obsesión patológica, sino como un objeto de reflexión. Sin embargo, el tema de la muerte es objeto de un deliberado ocultamiento, sobre todo en nuestra cultura occidental.
Suele suceder, incluso, que a veces se considera hasta de mal gusto tratar sobre el tema. Por este motivo, cuando ella llega, no estamos listos para enfrentarla. El hombre común busca eludir su sola mención, como una forma de negarla; en ocasiones, hasta llega a experimentar con relación a ella un estado de terror que linda en lo patológico, situación que es hábilmente explotada por quienes han creado la lucrativa industria cinematográfica del terror. Observamos, también, que hasta la palabra “muerte” es deliberadamente evitada y, para impedir que hiera a los oídos, se le reemplaza con eufemismos. No se dice de alguien que “ha muerto”, sino que “ha pasado ha mejor vida”, “nos ha dejado”, etc. “Ya el «pensar en la muerte» pasa públicamente por cobarde temor”, nos va a decir el filósofo Martín Heidegger.[4] Tan poderoso es este sentimiento de horror que Wilhelm Steckel escribió que todo temor es, en último término, un temor a la muerte.[5] Por su parte, el filósofo francés don Miguel de Montaigne, en un ensayo titulado “De cómo filosofar es aprender a morir”, nos dice: “A los más de los nuestros les asusta la muerte y se santiguan como si oyesen mencionar al diablo”.[6]
Sin embargo, los esfuerzos por ignorar a la muerte o negarla no conducen, precisamente, a un resultado positivo. Un tanatólogo experimentado, el Dr. John Hinton, nos dice al respecto: “Los esfuerzos por negar la muerte y la mortalidad no son totalmente eficaces, y, cuando fracasan, pueden incluso aumentar el sufrimiento”.[7]Coincidentemente, la Dra. Elizabeth Kübler – Ross, que ha acumulado una valiosa experiencia en el campo de la tanatología, añadirá: “Esta tendencia a rehuir el enfrentamiento con la muerte acarrea un mal indudable. Los pacientes mortalmente enfermos sufren más cuando quienes los rodean no están dispuestos a participar de los problemas personales del muriente”.[8] En circunstancias como ésta, sucede entonces lo siguiente: “Cuando llega la hora de la muerte, nuestra impotencia ante ella es apabullante. El moribundo siente soledad, ira, depresión, miedo”.[9]
Pero, ¿por qué no se afronta la muerte con serenidad? Hay muchas razones. Sin embargo, nosotros pensamos que, cualesquiera que sean éstas, es posible superar nuestra explicable intranquilidad y temor. Podemos hacerlo. Y, nuestra propuesta es que podemos lograr este objetivo apoyándonos en la filosofía. En lo que sigue, haremos un breve recuento de lo manifestado al respecto por algunos de sus ilustres representantes.
Empezaremos con el conocido filósofo existencialista alemán, ya mencionado, Martín Heidegger. Para el Maestro de Friburgo, el tema de la muerte, la preocupación frente a la muerte, no parece haber pasado de moda. Interesado como estaba en desarrollar una ontología, como es natural, no pudo enfrentar el problema del ser sin evitar enfrentar, al mismo tiempo, el tema del acabamiento. Afirma nuestro filósofo, que es necesario partir del reconocimiento de que el ser del hombre es, fundamentalmente, el ser-en-el-mundo. El hombre, que es el único ser capaz de interrogarse a sí mismo, constata que la existencia humana es un ser ahí (Das Dasein), un hallarse arrojado en el mundo. Pero toda existencia es temporalidad y esta temporalidad engendra una angustia. El hombre se angustia frente a la Nada, y en su búsqueda de una razón encuentra el secreto de su más honda condición: la de ser-para-la-muerte (Sein-zum-Tode). “El «ser relativamente a la muerte» es en esencia angustia”.[10] La muerte es, por lo tanto, la posibilidad más peculiar, irreferente e irrebasable del hombre, el ser-ahí. Y esta posibilidad no se le depara al hombre en un momento tardío y ocasional, sino que desde el momento en que empieza a existir es también ya yecto hacia esa posibilidad. Desde el momento de nacer, el hombre es ya suficientemente viejo para morir, nos dirá Heidegger.La muerte se presenta, además, como algo extremadamente singular y personal. Soy yo el que muere. “Nadie puede tomarle a otro su morir.”[11] Por eso es imposible conocer la esencia de la muerte a partir de la muerte de los demás. Sin embargo, es obvio que la muerte es más que una cesación de vida, es un modo de vida. Y esto es lo que el hombre común no quiere ver. Por eso inventa mil y una maneras de enfrentarlo. En las habladurías cotidianas él dirá de sí mismo: al fin y al cabo también uno morirá, pero por lo pronto no le toca a uno. Mas esto significa, nos dirá Heidegger, que llegamos a una existencia inauténtica, puesto que aquella aparente impavidez no es de buena fe y se disimula en ella mucho pavor.
Lo aconsejable es revelar nuestra angustia y, al mismo tiempo, tratar de dominarla. El hecho de que aprendamos a reconocer la muerte como constitutiva de nuestro ser, sin huir de ella, nos permitirá tomar conciencia de nosotros mismos. Como el sabio, que conoce y acepta la angustia, pero al mismo tiempo conoce la profundidad del ser y no una faz engañosa. Disfrutaremos, así, de una genuina existencia, o sea, de una existencia que hemos vuelto a captar, a reconquistar. Hay, pues, que comprendernos muriendo. Coincidiendo en esto con el ya mencionado Miguel de Montaigne, quien cuatrocientos años antes que el Maestro de Friburgo, escribió: “Meditar en la muerte por adelantado es meditar por adelantado en la libertas, y quien aprende a morir ha desaprendido a servir (...). El saber morir nos libra de toda sujeción y restricción”.[12] Tal es la conclusión que surge del análisis mismo de la condición humana.
En lo concerniente al problema de si existe o no una vida después de la muerte, Heidegger considerará que carece de sentido. No cabe ni siquiera preguntar por lo que será después de la muerte, ya que el análisis sólo puede mantenerse dentro de los límites del más acá. No niega, pero tampoco afirma.
Quien sí se pronuncia, y decididamente, contra la idea de la inmortalidad es el filósofo, también alemán, Ludwig Feuerbach, a quien nos vamos a permitir citar con cierta extensión:
El deseo de inmortalidad es contrario a la naturaleza humana, por lo cual la sola imaginación, abstrayendo de la realidad, pueda llegar a borrar los límites necesarios de nuestra individualidad. Estamos ligados a las condiciones de tiempo y espacio, como a las leyes de la gravitación. Quien pretenda sobrepasar esos límites razona absurdamente, pues aun admitiendo la hipótesis de que los deseos de la imaginación pudiesen ser realizados, estaremos indudablemente en contradicción con nuestro deseo principal de ser felices, puesto que lo que es contrario a nuestra naturaleza no podría convenirnos.[13]
Nuestro autor agregará que, por otra parte, si se le concediese al hombre el poder realizar este deseo, muy pronto se cansaría de vivir eternamente y experimentaría deseos de morir, coincidiendo en esto con su compatriota Schopenhauer:Si se le concediese al hombre una vida eterna, la rigidez inmutable de su carácter y los estrechos límites de su inteligencia le parecerían a la larga tan monótonos y le inspirarían un disgusto tan grande, que para verse de ellos concluiría por preferir la nada.[14]
Feuerbach afirma que la creencia en la inmortalidad suele verse robustecida frente a la constatación de una muerte prematura, con toda la carga de dolor y frustración que conlleva, pero, aun así: “Esas anomalías, aunque no raras, no nos dan el derecho de creer en la realidad de nuestros delirios, de suponer la existencia de un segundo mundo de los espíritus más anormal que éste.”[15]
Como es natural, surge ahora la pregunta: si no hay inmortalidad ¿cómo, entonces, ha de valorar el hombre la vida?
Feuerbach responderá: el resultado de nuestra crítica ha de ser que, en lugar de una vida eterna en el cielo, pongamos el porvenir histórico de la humanidad. Con el dogma de la vida futura, se apaga en el corazón todo interés por la vida real. Por lo tanto, hay que afirmar nuestra vida terrenal. En este sentido, la negación debe convertirse en afirmación.
Sin embargo, esta existencia terrenal, la única a la que podemos racionalmente aspirar, es pasajera y limitada. En esas condiciones ¿la vida sigue teniendo un valor? La respuesta de Feuerbach será:¿Qué dirías, te pregunto, de quien durante la audición de una sonata, no escuchara sus notas, sino contase los minutos de su duración, tomando ésta como base de su juicio, y cuando todo el auditorio intentase expresar su admiración con palabras precisas, él no encontrase para caracterizarla, sino esta frase: ha durado un cuarto de hora? Indudablemente la palabra loco te parecería demasiado suave para aplicarle a semejante hombre.[16]
Con esto nuestro filósofo nos quiere decir que la vida hay que valorarla no por su duración, sino por su contenido. Coincidiendo en esto con el filósofo griego Epicuro, quien, siglos antes, escribió: “Y del mismo modo que [el sabio] del alimento no elige cada vez el más abundante sino el más agradable, así también del tiempo, no del más duradero sino del más agradable disfruta”.[17]
A propósito de Epicuro, fue quien propuso con especial insistencia desterrar el temor a la muerte: “Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros, porque todo bien y todo mal residen en la sensación y la muerte es privación de los sentidos”.[18]
El temor a la muerte se sustenta en un terror pueril e injustificado: “Así, pues, (...) cuando nosotros somos, la muerte no está presente y, cuando la muerte está presente, entonces ya no somos nosotros”.[19]
Epicuro añadirá que:
(...) el recto conocimiento de que la muerte nada es para nosotros hace dichosa la mortalidad de la vida, no porque añada una temporalidad infinita sino porque elimina el ansia de inmortalidad. Nada temible hay, en efecto, en el vivir para quien ha comprendido que nada terrible hay en el no vivir.[20]
Eliminemos, por consiguiente, el temor a la muerte. Y, junto con él, nos dirá nuestro filósofo, el temor a la enfermedad, el temor al dolor y el temor a los dioses. Es éste el cuádruple remedio, el tetrafármacon, que nos ha de curar de la angustia y nos conducirá a la ataraxia, la paz y la quietud del espíritu, la tranquilidad del sabio.
Y es con esta recomendación que llegamos al final de nuestra exposición. Pero no sin antes recordar estas palabras de Luis Bourdeau:
La superioridad de la razón es comprender, no sólo la necesidad de la muerte, sino también su utilidad, y aprobar la ley que nos condena a acabar. Por ahí el hombre se eleva por encima de los animales, que temen a la muerte sin conocerla, y cesa de temerla porque la conoce.[21]
De esta manera, aceptaremos con Marco Aurelio, el emperador filósofo: “Es preciso partir de la vida con resignación, como cae la aceituna madura, bendiciendo a la tierra, su nodriza, y dando gracias al árbol que la ha producido”.[22]
Aun cuando el hombre, de todos los seres vivientes, es el único que sabe con certeza que ha de morir, es parte de su grandeza aceptar su destino con honor.
Notas
[1] Apud Luis Bourdeau, El problema de la muerte, p. 1.
[2] Benedicto Spinoza, Ética, Prop. LXVII, parte 4a.
[3] Arturo Schopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte, p. 78.
[4] Martín Heidegger, Ser y tiempo, p. 78.
[5] Apud John Hinton, Experiencias sobre el morir, p. 40.
[6] Miguel de Montaigne, Ensayos, I, p. 50.
[7] John Hinton, Op. cit., p. 20.
[8] Elizabeth Kübler-Ross, Conferencias. Morir es de vital importancia, p. 21.
[9] Guía de estudio y lista de recursos para el curso “La muerte y el morir. Desafío y cambio”. P. 31.
[10] Martín Heidegger, El ser y el tiempo.
[11] Ibíd., p. 262.
[12] Miguel de Montaigne, Op. Cit., p. 53.
[13] Ludwig Feuerbach, Esencia de la religión, pp. 147-148.
[14] Arturo Schopenhauer, Op. cit., p. 79.
[15] Ludwig Feuerbach, Op. cit., p. 148.
[16] Ibíd., p. 151.
[17] Epicuro, “Carta a Meneceo”, en Ética., p. 93.
[18] Epicuro, Op. Cit., p. 91.
[19] Ibíd.., p. 93.
[20] Loc. Cit.
[21] Luis Bourdeau, Op. cit., p. 356.
[22] Apud Luis Bourdeau, Op. Cit.
De hecho, ha sido éste uno de los problemas que más ha preocupado al espíritu humano. El hombre no ha podido soslayar el tema de la muerte, aunque a veces, por razones comprensibles, hubiera deseado intentarlo; sin embargo, no ha podido evitar el enfrentarlo, pues la muerte nos está permanentemente recordando su presencia: Memento mori. En consecuencia, es explicable que esté presente en las conversaciones del hombre común, en el quehacer científico y, sobre todo, en la actividad cotidiana del médico. Como es de suponerse, tampoco la filosofía ha permanecido ajena a esta preocupación. Al respecto, ya Schopenhauer escribió: “La muerte es el genio inspirado, la Musa de la filosofía... sin ella difícilmente se hubiera filosofado”.[3] Esto explica porqué los filósofos lo han elegido como tema frecuente de sus reflexiones y lo han considerado como uno de los más dignos problemas a considerar. Algunos, como Platón, afirmaron que la filosofía es preparación para la muerte, y Cicerón la definía como “meditatio mortis”.
La biología moderna ha confirmado el hecho de que la muerte está ya anticipada en nuestra información genética. Ante semejante evidencia, resulta curioso constatar que siempre se ha considerado a la muerte como algo ajeno a esa vida que es, precisamente, el objeto de la biología. Ahora sabemos que esto es un error, pues los genes que participan en la muerte celular aparecieron desde muy temprano en la historia de la evolución y se conservan hasta hoy día. Lo cual quiere decir que estamos programados para morir.
La muerte es, pues, un hecho que debe interesarnos. Por supuesto, no bajo la forma de un interés morboso o de una obsesión patológica, sino como un objeto de reflexión. Sin embargo, el tema de la muerte es objeto de un deliberado ocultamiento, sobre todo en nuestra cultura occidental.
Suele suceder, incluso, que a veces se considera hasta de mal gusto tratar sobre el tema. Por este motivo, cuando ella llega, no estamos listos para enfrentarla. El hombre común busca eludir su sola mención, como una forma de negarla; en ocasiones, hasta llega a experimentar con relación a ella un estado de terror que linda en lo patológico, situación que es hábilmente explotada por quienes han creado la lucrativa industria cinematográfica del terror. Observamos, también, que hasta la palabra “muerte” es deliberadamente evitada y, para impedir que hiera a los oídos, se le reemplaza con eufemismos. No se dice de alguien que “ha muerto”, sino que “ha pasado ha mejor vida”, “nos ha dejado”, etc. “Ya el «pensar en la muerte» pasa públicamente por cobarde temor”, nos va a decir el filósofo Martín Heidegger.[4] Tan poderoso es este sentimiento de horror que Wilhelm Steckel escribió que todo temor es, en último término, un temor a la muerte.[5] Por su parte, el filósofo francés don Miguel de Montaigne, en un ensayo titulado “De cómo filosofar es aprender a morir”, nos dice: “A los más de los nuestros les asusta la muerte y se santiguan como si oyesen mencionar al diablo”.[6]
Sin embargo, los esfuerzos por ignorar a la muerte o negarla no conducen, precisamente, a un resultado positivo. Un tanatólogo experimentado, el Dr. John Hinton, nos dice al respecto: “Los esfuerzos por negar la muerte y la mortalidad no son totalmente eficaces, y, cuando fracasan, pueden incluso aumentar el sufrimiento”.[7]Coincidentemente, la Dra. Elizabeth Kübler – Ross, que ha acumulado una valiosa experiencia en el campo de la tanatología, añadirá: “Esta tendencia a rehuir el enfrentamiento con la muerte acarrea un mal indudable. Los pacientes mortalmente enfermos sufren más cuando quienes los rodean no están dispuestos a participar de los problemas personales del muriente”.[8] En circunstancias como ésta, sucede entonces lo siguiente: “Cuando llega la hora de la muerte, nuestra impotencia ante ella es apabullante. El moribundo siente soledad, ira, depresión, miedo”.[9]
Pero, ¿por qué no se afronta la muerte con serenidad? Hay muchas razones. Sin embargo, nosotros pensamos que, cualesquiera que sean éstas, es posible superar nuestra explicable intranquilidad y temor. Podemos hacerlo. Y, nuestra propuesta es que podemos lograr este objetivo apoyándonos en la filosofía. En lo que sigue, haremos un breve recuento de lo manifestado al respecto por algunos de sus ilustres representantes.
Empezaremos con el conocido filósofo existencialista alemán, ya mencionado, Martín Heidegger. Para el Maestro de Friburgo, el tema de la muerte, la preocupación frente a la muerte, no parece haber pasado de moda. Interesado como estaba en desarrollar una ontología, como es natural, no pudo enfrentar el problema del ser sin evitar enfrentar, al mismo tiempo, el tema del acabamiento. Afirma nuestro filósofo, que es necesario partir del reconocimiento de que el ser del hombre es, fundamentalmente, el ser-en-el-mundo. El hombre, que es el único ser capaz de interrogarse a sí mismo, constata que la existencia humana es un ser ahí (Das Dasein), un hallarse arrojado en el mundo. Pero toda existencia es temporalidad y esta temporalidad engendra una angustia. El hombre se angustia frente a la Nada, y en su búsqueda de una razón encuentra el secreto de su más honda condición: la de ser-para-la-muerte (Sein-zum-Tode). “El «ser relativamente a la muerte» es en esencia angustia”.[10] La muerte es, por lo tanto, la posibilidad más peculiar, irreferente e irrebasable del hombre, el ser-ahí. Y esta posibilidad no se le depara al hombre en un momento tardío y ocasional, sino que desde el momento en que empieza a existir es también ya yecto hacia esa posibilidad. Desde el momento de nacer, el hombre es ya suficientemente viejo para morir, nos dirá Heidegger.La muerte se presenta, además, como algo extremadamente singular y personal. Soy yo el que muere. “Nadie puede tomarle a otro su morir.”[11] Por eso es imposible conocer la esencia de la muerte a partir de la muerte de los demás. Sin embargo, es obvio que la muerte es más que una cesación de vida, es un modo de vida. Y esto es lo que el hombre común no quiere ver. Por eso inventa mil y una maneras de enfrentarlo. En las habladurías cotidianas él dirá de sí mismo: al fin y al cabo también uno morirá, pero por lo pronto no le toca a uno. Mas esto significa, nos dirá Heidegger, que llegamos a una existencia inauténtica, puesto que aquella aparente impavidez no es de buena fe y se disimula en ella mucho pavor.
Lo aconsejable es revelar nuestra angustia y, al mismo tiempo, tratar de dominarla. El hecho de que aprendamos a reconocer la muerte como constitutiva de nuestro ser, sin huir de ella, nos permitirá tomar conciencia de nosotros mismos. Como el sabio, que conoce y acepta la angustia, pero al mismo tiempo conoce la profundidad del ser y no una faz engañosa. Disfrutaremos, así, de una genuina existencia, o sea, de una existencia que hemos vuelto a captar, a reconquistar. Hay, pues, que comprendernos muriendo. Coincidiendo en esto con el ya mencionado Miguel de Montaigne, quien cuatrocientos años antes que el Maestro de Friburgo, escribió: “Meditar en la muerte por adelantado es meditar por adelantado en la libertas, y quien aprende a morir ha desaprendido a servir (...). El saber morir nos libra de toda sujeción y restricción”.[12] Tal es la conclusión que surge del análisis mismo de la condición humana.
En lo concerniente al problema de si existe o no una vida después de la muerte, Heidegger considerará que carece de sentido. No cabe ni siquiera preguntar por lo que será después de la muerte, ya que el análisis sólo puede mantenerse dentro de los límites del más acá. No niega, pero tampoco afirma.
Quien sí se pronuncia, y decididamente, contra la idea de la inmortalidad es el filósofo, también alemán, Ludwig Feuerbach, a quien nos vamos a permitir citar con cierta extensión:
El deseo de inmortalidad es contrario a la naturaleza humana, por lo cual la sola imaginación, abstrayendo de la realidad, pueda llegar a borrar los límites necesarios de nuestra individualidad. Estamos ligados a las condiciones de tiempo y espacio, como a las leyes de la gravitación. Quien pretenda sobrepasar esos límites razona absurdamente, pues aun admitiendo la hipótesis de que los deseos de la imaginación pudiesen ser realizados, estaremos indudablemente en contradicción con nuestro deseo principal de ser felices, puesto que lo que es contrario a nuestra naturaleza no podría convenirnos.[13]
Nuestro autor agregará que, por otra parte, si se le concediese al hombre el poder realizar este deseo, muy pronto se cansaría de vivir eternamente y experimentaría deseos de morir, coincidiendo en esto con su compatriota Schopenhauer:Si se le concediese al hombre una vida eterna, la rigidez inmutable de su carácter y los estrechos límites de su inteligencia le parecerían a la larga tan monótonos y le inspirarían un disgusto tan grande, que para verse de ellos concluiría por preferir la nada.[14]
Feuerbach afirma que la creencia en la inmortalidad suele verse robustecida frente a la constatación de una muerte prematura, con toda la carga de dolor y frustración que conlleva, pero, aun así: “Esas anomalías, aunque no raras, no nos dan el derecho de creer en la realidad de nuestros delirios, de suponer la existencia de un segundo mundo de los espíritus más anormal que éste.”[15]
Como es natural, surge ahora la pregunta: si no hay inmortalidad ¿cómo, entonces, ha de valorar el hombre la vida?
Feuerbach responderá: el resultado de nuestra crítica ha de ser que, en lugar de una vida eterna en el cielo, pongamos el porvenir histórico de la humanidad. Con el dogma de la vida futura, se apaga en el corazón todo interés por la vida real. Por lo tanto, hay que afirmar nuestra vida terrenal. En este sentido, la negación debe convertirse en afirmación.
Sin embargo, esta existencia terrenal, la única a la que podemos racionalmente aspirar, es pasajera y limitada. En esas condiciones ¿la vida sigue teniendo un valor? La respuesta de Feuerbach será:¿Qué dirías, te pregunto, de quien durante la audición de una sonata, no escuchara sus notas, sino contase los minutos de su duración, tomando ésta como base de su juicio, y cuando todo el auditorio intentase expresar su admiración con palabras precisas, él no encontrase para caracterizarla, sino esta frase: ha durado un cuarto de hora? Indudablemente la palabra loco te parecería demasiado suave para aplicarle a semejante hombre.[16]
Con esto nuestro filósofo nos quiere decir que la vida hay que valorarla no por su duración, sino por su contenido. Coincidiendo en esto con el filósofo griego Epicuro, quien, siglos antes, escribió: “Y del mismo modo que [el sabio] del alimento no elige cada vez el más abundante sino el más agradable, así también del tiempo, no del más duradero sino del más agradable disfruta”.[17]
A propósito de Epicuro, fue quien propuso con especial insistencia desterrar el temor a la muerte: “Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros, porque todo bien y todo mal residen en la sensación y la muerte es privación de los sentidos”.[18]
El temor a la muerte se sustenta en un terror pueril e injustificado: “Así, pues, (...) cuando nosotros somos, la muerte no está presente y, cuando la muerte está presente, entonces ya no somos nosotros”.[19]
Epicuro añadirá que:
(...) el recto conocimiento de que la muerte nada es para nosotros hace dichosa la mortalidad de la vida, no porque añada una temporalidad infinita sino porque elimina el ansia de inmortalidad. Nada temible hay, en efecto, en el vivir para quien ha comprendido que nada terrible hay en el no vivir.[20]
Eliminemos, por consiguiente, el temor a la muerte. Y, junto con él, nos dirá nuestro filósofo, el temor a la enfermedad, el temor al dolor y el temor a los dioses. Es éste el cuádruple remedio, el tetrafármacon, que nos ha de curar de la angustia y nos conducirá a la ataraxia, la paz y la quietud del espíritu, la tranquilidad del sabio.
Y es con esta recomendación que llegamos al final de nuestra exposición. Pero no sin antes recordar estas palabras de Luis Bourdeau:
La superioridad de la razón es comprender, no sólo la necesidad de la muerte, sino también su utilidad, y aprobar la ley que nos condena a acabar. Por ahí el hombre se eleva por encima de los animales, que temen a la muerte sin conocerla, y cesa de temerla porque la conoce.[21]
De esta manera, aceptaremos con Marco Aurelio, el emperador filósofo: “Es preciso partir de la vida con resignación, como cae la aceituna madura, bendiciendo a la tierra, su nodriza, y dando gracias al árbol que la ha producido”.[22]
Aun cuando el hombre, de todos los seres vivientes, es el único que sabe con certeza que ha de morir, es parte de su grandeza aceptar su destino con honor.
Notas
[1] Apud Luis Bourdeau, El problema de la muerte, p. 1.
[2] Benedicto Spinoza, Ética, Prop. LXVII, parte 4a.
[3] Arturo Schopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte, p. 78.
[4] Martín Heidegger, Ser y tiempo, p. 78.
[5] Apud John Hinton, Experiencias sobre el morir, p. 40.
[6] Miguel de Montaigne, Ensayos, I, p. 50.
[7] John Hinton, Op. cit., p. 20.
[8] Elizabeth Kübler-Ross, Conferencias. Morir es de vital importancia, p. 21.
[9] Guía de estudio y lista de recursos para el curso “La muerte y el morir. Desafío y cambio”. P. 31.
[10] Martín Heidegger, El ser y el tiempo.
[11] Ibíd., p. 262.
[12] Miguel de Montaigne, Op. Cit., p. 53.
[13] Ludwig Feuerbach, Esencia de la religión, pp. 147-148.
[14] Arturo Schopenhauer, Op. cit., p. 79.
[15] Ludwig Feuerbach, Op. cit., p. 148.
[16] Ibíd., p. 151.
[17] Epicuro, “Carta a Meneceo”, en Ética., p. 93.
[18] Epicuro, Op. Cit., p. 91.
[19] Ibíd.., p. 93.
[20] Loc. Cit.
[21] Luis Bourdeau, Op. cit., p. 356.
[22] Apud Luis Bourdeau, Op. Cit.
Bibliografía
Bourdeau, Luis (1902). El problema de la muerte. Madrid. Librería de Fernando Fe.
Cerejeido, Marcelino y Blanck-Cerejeido, Fanny (1999). La muerte y sus ventajas. México, FCE.
Feuerbach, Luis (1948) . Esencia de la religión. Rosario, Ed. Rosario.
García Gual, Carlos y Acosta, Eduardo (1974). La génesis de una moral utilitaria. Epicuro. Ética. Texto bilingüe. Barcelona, Barral Editores
Guyau, J. M. (1943). La moral de Epicuro. Buenos Aires, Americalee.
Heidegger, Martín (1983). El ser y el tiempo. México, D. F., FCE.
Hinton, John (1974). Experiencias sobre el morir. Barcelona, Ed. Ariel.
Kübler-Ross, Elizabeth (1996). Conferencias. Morir es de vital importancia. Barcelona. Ed. Luciérnaga.
Montaigne, Miguel de (1984). Ensayos. Buenos Aires, Hyspamérica, 3 t.
Schopenhauer, Arturo. El amor, las mujeres y la muerte.
Spinoza, Benedicto (1980). Ética. Editora Nacional.
Fondo Educativo Interamericano (1981). Guía de estudio y lista de recursos para el curso “La muerte y el morir. Desafío y cambio”. Puerto Rico.
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